La Vanguardia

Si es gratis, el producto eres tú

- Javier Cigüela Sola J. CIGÜELA SOLA, profesor de Derecho Penal en la Universita­t Abat Oliba-CEU.

Con esta frase, un alto directivo alemán de telecomuni­caciones alertaba del peligro del nuevo tipo de relación comercial surgida en la era del capitalism­o digital. En ella el usuario cree estar recibiendo un servicio gratuito, habitualme­nte una aplicación móvil, cuando en realidad se está vendiendo a sí mismo a cambio. El acto de disposició­n es una simple descarga, donde el cliente pasa de pantalla en pantalla aceptando que la empresa en cuestión acceda a su identidad, ubicación, contactos e incluso sus fotos –es decir, a mucho más de los que necesita– a la espera, por ejemplo, de tener wifi gratis en un aeropuerto o recibir la invitación a un evento.

Los datos del feliz usuario se incorporan consentida­mente (¡ay esa pestañita de “acepto las condicione­s…”!) a la dilatada base de datos de la empresa, que los pone a la venta en el mercado de datos virtual, donde –según sabemos los internauta­s post-Snowden– también ponen su talonario los gobiernos. Su dueño original, ahora desposeído, apenas percibe la profunda mutación, que le afecta a él (sus datos, fotos o conversaci­ones escapan ya a su control, pues consintió transferir­los), pero también al sistema económico entero, cuyo ciclo se invierte. El cliente, que se ve a sí mismo como sujeto de la relación comercial, se ha convertido súbitament­e en su objeto, en producto; y los productos o servicios, antes principal activo de las empresas, se han convertido en señuelos para captar nuevos clientes, sus datos y su intimidad, transforma­ndo en valor mercantil lo que antes era un derecho.

Decía el escritor Ernst Jünger en 1951 que “el ser humano está llegando a una situación en la cual se le exige que él mismo genere unos documentos calculados para provocar su ruina”. Hoy podríamos reformular la frase, y decir que en el enjambre digital descargamo­s a diario documentos calculados para consentir invasiones en nuestra intimidad y nuestro espacio de libertad; invasiones que por acontecer en el mundo virtual nos parecen irreales, hasta que un día un desconocid­o nos llama (¡por nuestro nombre!) a las cuatro de la tarde, y nos ofrece amable e inquietant­emente justo lo que el día anterior andábamos buscando por la red. Y entonces nos parece que en el ciberespac­io, ese no-lugar, es necesaria una mejor jurisdicci­ón.

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