Una cotidianidad insustancial
Un documentalista filma durante cuatro meses el día a día de François Hollande en el Elíseo
Si quedaba alguna duda de que en las grandes democracias hoy día la política ha degenerado en una especie de partida de ping-pong entre unos medios de comunicación que comen del plato del poder, porque forman parte de él, y unos políticos constantemente pendientes de esos mismos incestuosos medios, el lunes se despejó del todo. Por lo menos en lo que respecta a Francia.
Fue a las 20.50 h. En el tercer canal de la tele pública estrenaron un documental de dos horas sobre la cotidianidad laboral del presidente de la República, François Hollande, en el Elíseo. Durante cuatro meses, entre el 15 de agosto y el 6 de septiembre del 2014, y entre noviembre de ese mismo año y enero del actual, el documentalista Yves Jeuland filmó el trabajo del presidente y algunos de sus colaboradores.
Lo primero que salta a la vista es la ausencia de política: todo es protocolo e imagen. El cómo queda, cómo se transmite y se percibe, es más importante que lo que se hace. Es la sustancia. Y en el centro de esa, digamos, actividad, una figura: la del comunicador.
En el Elíseo el personaje se llama Gaspard Gantzer, un chaval de 36 años, jefe de prensa del presidente y verdadero intermediario entre la realidad y el espectáculo. Trajes ajustados, pelos en punta, siempre con el teléfono en la mano, explicando a los periodistas la reacción del presidente a esto o a aquello...
La escena estrella del documental es una que retrata al periodismo de corte, el realmente existente, en plena labor, instantes después de que Gantzer prodigara su mensaje: una batería de cinco reporteros de televisión repitiendo las palabras del comunicador del Elíseo ante las cámaras de sus respectivos canales. Todos el mismo mensaje, las mismas palabras y la misma relación con la realidad que el fast food guarda con la gastronomía.
El documental es genial porque retrata la completa banalidad de esta presidencia, desde luego mucho menos dañina que la anterior y de mucha mayor categoría que la de otros países del entorno. Y sin embargo banal hasta lo ridículo.
François Hollande queda retratado como lo que es; un tipo personalmente simpático, ocurrente, conciliador y campechano. Pero ¿y la política? El hombre está pendiente de sus discursos, obsesionado por lo que dice la prensa, por el efecto del cutre-libro de su despechada y vengativa novia –se ve a su jefe de aparato, Jean-Pierre Jouyet, leyendo el Paris Match con Trierweiler en portada–. Entre un discurso y una inauguración, Hollande ojea el diario deportivo L´Équipe en el coche oficial...
Pese a que el periodo observado incluye los tremendos atentados del 7 de enero en París, una remodelación ministerial importante, etcétera, todo es de una ligereza impresionante.
Segunda escena estrella: Hollande y Valls en el jardín del Elíseo dándole consejos en corro a la nueva ministra de Cultura, Fleur Pellerin: “Necesitas ideas, ves a ver a Jack”, le dice Hollande, refiriéndose al efectista exministro de Cultura y Comunicación (con Mitterrand) Jack Lang, “y también a Monique”, añade nombrando a la mujer del anterior. “Ves a espectáculos”, le dice Valls. “Cada noche, tienes que patearte eso”, añade. “...Y di que está bien, que es bonito”, apostilla Hollande.
Un tiempo de Presidente se llama el documento de Yves Jeuland, que asegura que no le recortaron nada. Una cruel objetividad. Quien quiera entender por qué los franceses enloquecen votando al Frente Nacional debe ver estas cosas.
El presidente es un buen ser humano, pero ¿dónde está la política?, ¿dónde la sustancia?