La Vanguardia

Restaurant­es románticos

- Joaquín Luna

El fragor de la campaña, a la que me dediqué en cuerpo, letra y alma, me ha llevado a aparcar todos los asuntos personales. Salvo discutir, reflexiona­r y manipular, el resto me parecía frívolo –¡y mira que me gusta la frivolidad!– y antipatrió­tico.

No llamé al dentista para la revisión anual (y eso que es de la tercera vía). Decliné las despedidas-ganga de amigas indepes que, eufóricas, pretendían cepillarse a un unionista en la víspera electoral (la duda fue importante: yo no soy un objeto, pero siendo español además de facha estoy obligado a ser pichabrava). Y, por último, no le pasé a una colega la lista solicitada de “restaurant­es románticos” de Barcelona (la mala noticia es que la quería para ir con su marido). ¿Quedan restaurant­es románticos? Ahora que había olvidado el 27-S, el cielo me envía otro dilema existencia­l. Si yo estuviera casado, ¿para qué querría conocer restaurant­es románticos? Los hombres de mi calaña ya sabemos lo que significa un “restaurant­e romántico”: un comedor tenebroso, iluminado con velas –pobre de ti que sugirieras apagarlas aunque pasaras la cena deseando hacerlo al primer descuido de ella–, con algún flambeado en el menú y donde en cualquier momento irrumpe un trío de violinista­s cíngaros o –y esto ya es pavoroso– un mariachi nacido para acercarse a tu mesa y cantar un bolero (¿Dios mío, ¿por qué me haces esto?). Llegados a tal cenit del romanticis­mo, soy de los que renunciaba­n al sexo, fulminaban con la mirada al mariachi, pedían la cuenta y se despedían en plan “amigos” con tal de salir corriendo.

Hablando de la cuenta: ¡qué poco romanticis­mo el de los restaurant­es románticos! Dicen que la felicidad no tiene precio, pero eso lo dicen los que no han invitado a una señora estupenda a un restaurant­e romántico.

Volvamos a la petición. ¿Y si ya no existen los “restaurant­es románticos” en Barcelona? (El menú del Regás no cuela.) Si me hubieran pedido una lista de coreanos, yucatecos, veganos o engañabobo­s, el asunto estaría liquidado. Sí, hay mucho restaurant­e con jardín “romántico” pero cuando asoma el otoño, la respuesta se espesa.

La crítica no ayuda porque no se rebaja a hablar de conceptos trasnochad­os como los “diez mejores platos de lentejas” o esto del romanticis­mo. Por otra parte, la seducción del siglo XXI exige borrar los géneros. Supongamos que invita a cenar a una compañera nueva, con pinta de guerriller­a, con el rollo de darle una calurosa acogida laboral. Hoy, nada más ver las velas y el pianista cantando en francés, soltaría:

–Yo nunca tengo rollos con gente del trabajo.

Y a ver quién sostiene luego la cena y paga sin decirse “esto me pasa por gilipollas”. Ya no les cuento los casados: les da menos pereza divorciars­e que ir con su esposa a un restaurant­e romántico. Si no tengo razón, que baje Dios y me dé la lista.

Dicen que la felicidad no tiene precio (lo dicen los que nunca invitan a señoras a restaurant­es románticos)

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