Restaurantes románticos
El fragor de la campaña, a la que me dediqué en cuerpo, letra y alma, me ha llevado a aparcar todos los asuntos personales. Salvo discutir, reflexionar y manipular, el resto me parecía frívolo –¡y mira que me gusta la frivolidad!– y antipatriótico.
No llamé al dentista para la revisión anual (y eso que es de la tercera vía). Decliné las despedidas-ganga de amigas indepes que, eufóricas, pretendían cepillarse a un unionista en la víspera electoral (la duda fue importante: yo no soy un objeto, pero siendo español además de facha estoy obligado a ser pichabrava). Y, por último, no le pasé a una colega la lista solicitada de “restaurantes románticos” de Barcelona (la mala noticia es que la quería para ir con su marido). ¿Quedan restaurantes románticos? Ahora que había olvidado el 27-S, el cielo me envía otro dilema existencial. Si yo estuviera casado, ¿para qué querría conocer restaurantes románticos? Los hombres de mi calaña ya sabemos lo que significa un “restaurante romántico”: un comedor tenebroso, iluminado con velas –pobre de ti que sugirieras apagarlas aunque pasaras la cena deseando hacerlo al primer descuido de ella–, con algún flambeado en el menú y donde en cualquier momento irrumpe un trío de violinistas cíngaros o –y esto ya es pavoroso– un mariachi nacido para acercarse a tu mesa y cantar un bolero (¿Dios mío, ¿por qué me haces esto?). Llegados a tal cenit del romanticismo, soy de los que renunciaban al sexo, fulminaban con la mirada al mariachi, pedían la cuenta y se despedían en plan “amigos” con tal de salir corriendo.
Hablando de la cuenta: ¡qué poco romanticismo el de los restaurantes románticos! Dicen que la felicidad no tiene precio, pero eso lo dicen los que no han invitado a una señora estupenda a un restaurante romántico.
Volvamos a la petición. ¿Y si ya no existen los “restaurantes románticos” en Barcelona? (El menú del Regás no cuela.) Si me hubieran pedido una lista de coreanos, yucatecos, veganos o engañabobos, el asunto estaría liquidado. Sí, hay mucho restaurante con jardín “romántico” pero cuando asoma el otoño, la respuesta se espesa.
La crítica no ayuda porque no se rebaja a hablar de conceptos trasnochados como los “diez mejores platos de lentejas” o esto del romanticismo. Por otra parte, la seducción del siglo XXI exige borrar los géneros. Supongamos que invita a cenar a una compañera nueva, con pinta de guerrillera, con el rollo de darle una calurosa acogida laboral. Hoy, nada más ver las velas y el pianista cantando en francés, soltaría:
–Yo nunca tengo rollos con gente del trabajo.
Y a ver quién sostiene luego la cena y paga sin decirse “esto me pasa por gilipollas”. Ya no les cuento los casados: les da menos pereza divorciarse que ir con su esposa a un restaurante romántico. Si no tengo razón, que baje Dios y me dé la lista.
Dicen que la felicidad no tiene precio (lo dicen los que nunca invitan a señoras a restaurantes románticos)