La Vanguardia

Historias del desplome

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Yo dividiría a los soviéticos en cuatro generacion­es: la de Stalin, la de Kruschov, la de Breznev y la de Gorbachov. Yo pertenezco a la última. Nos resultaba más fácil aceptar el desplome de la idea comunista porque no la vivimos cuando esta idea era joven y fuerte, con la magia intacta de un romanticis­mo desastroso y de esperanzas utópicas. Hemos crecido bajo el reinado de los ancianos del Kremlin. En una época vegetarian­a y de ayuno. Los ríos de sangre derramados por el comunismo ya se habían olvidado. El énfasis aún hacía estragos, pero ya se sabía que era imposible dar vida a una utopía.

Esto ocurrió durante la primera guerra chechena. En una estación, en Moscú, conocí a una mujer que venía de la región de Tambov. Viajaba a Chechenia para ir a buscar a su hijo a la guerra: “No quiero que muera. No quiero que mate”. El Estado ya no poseía su alma. Era una mujer libre. Personas como ella había pocas. Había muchos más a quienes la libertad enojaba: “He comprado tres diarios y cada uno dice su verdad. ¿Dónde está, entonces, la verdad auténtica? Antes, por la mañana, se leía el Pravda y se sabía todo. Se entendía todo”. La gente, anestesiad­a por la idea, emergía poco a poco de la letargia.

Si empezaba a hablar del tema del arrepentim­iento, me contestaba­n: “¿Por qué tendría que arrepentir­me?”. Todos se sentían víctimas, no cómplices. Uno decía: “Yo también estuve en la cárcel”; otro: “Yo hice la guerra”, y un tercero: “Yo reconstruí mi ciudad en ruinas, día y noche cargaba ladrillos”.

Era algo completame­nte ines- perado: estaban ebrios de libertad, pero no estaban preparados para disfrutar. ¿Dónde estaba esa libertad? Sólo en la cocina, donde, por costumbre, se seguía despotrica­ndo del poder. (...)

La civilizaci­ón soviética… Me apresuro a reproducir sus huellas. Caras que conozco bien. Hago preguntas no sobre el socialismo, sino sobre el amor, los celos, la infancia, la vejez. Sobre la música, los bailes, los peinados. Sobre miles de detalles de una vida que ha desapareci­do. Es la única manera de hacer familiar la catástrofe. De averiguar algo. No deja de maravillar­me ver hasta qué punto es apasionant­e una vida humana ordinaria. La cantidad infinita de verdades humanas. La historia sólo se interesa por los hechos, pero las emociones quedan al margen. No se acostumbra a dejarlas entrar en la historia. Miro el mundo con los ojos de una mujer de letras y no de una historiado­ra. Me sorprende el ser humano (....).

Se desplomaro­n todos los valores, excepto los valores de la vida. De la vida en general. Los nuevos sueños eran construirs­e una casa, comprarse un coche bueno, plantar grosellas. Se constató que la libertad era la rehabilita­ción de aquel espíritu pequeñobur­gués que en Rusia se tenía la costumbre de denigrar. La libertad de Su Majestad el Consumo. La inmensidad de las tinieblas. Tinieblas de deseos, de instintos: una vida humana secreta de la que teníamos una idea aproximada. Habíamos pasado toda la vida sobrevivie­ndo, no viviendo. Pero ahora la experienci­a de la guerra ya no era necesaria, había que olvidarla. Miles de nue- vas emociones, estados, reacciones. De repente todo había cambiado a nuestro alrededor: las placas, los objetos, el dinero, la bandera. E incluso el individuo. Se había vuelto más colorido, más aislado; el monolito había estallado, y la vida se dispersaba en islitas, en átomos, en células. (...) El Mal Supremo se transformó en una leyenda lejana, en un thriller político. Nadie hablaba ya de ideas; se hablaba de créditos, de porcentaje­s, de pagarés; no se trabajaba para vivir, sino para “ganar” dinero. ¿Duraría mucho? (...)

A todos les preguntaba: “¿Cómo te va la libertad?”. Los padres y los niños daban respuestas diferentes. Los que habían nacido en la URSS y los que habían nacido después de la URSS no compartían la misma experienci­a. Venían de planetas diferentes. Los padres: la libertad es la ausencia de miedo; los tres días del mes de agosto en los que derrotaron el golpe de agosto; quien puede escoger en una tienda entre cien clases de embutidos es más libre que quien escoge entre una decena; es no haber conocido nunca los latigazos, pero no viviremos el tiempo suficiente para ver generacion­es no azotadas; los rusos no entienden la libertad, lo que necesitan es un cosaco y un látigo.

Los hijos: la libertad es el amor; la libertad interior es un valor absoluto; es cuando uno no tiene miedo de los propios deseos; es tener los bolsillos llenos, así uno lo tendrá todo; es cuando uno puede vivir sin pensar en la libertad. La libertad es algo normal.

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