El rugby en las minas
Para entender el rugby galés hay que viajar a los valles de Rhonnda y Glamorgan. Hay que ver los esqueletos de las minas de carbón y los desaparecidos Altos Hornos (mil gracias, Margaret Thatcher). Hay que pasear por las calles mayores de Merthyr Tydfil o Caerphilly, entre las comunidades más pobres no sólo de Gran Bretaña sino de toda Europa. Hay que hacer en un minibús de veinte plazas el recorrido de Newport a Bridgend, entre modestísimas casitas victorianas de ladrillo rojo y pubs abandonados con las puertas y ventanas recubiertos de placas de metal. Hay que ir al decrépito estadio de Sardis Road (“la casa del dolor”) en Pontypridd en un día lluvioso de invierno, admirar la fachada desvencijada de la tribuna principal y sortear un millón de charcos antes de encontrar el asiento. Y después, ver jugar a un montón de tipos fornidos, de los cuales la mitad se llaman William, Thomas o Jones. Porque en este país, casi todo hijo de vecino se llama William, Thomas o Jones.
En otros estadios y en otros lugares, las estatuas son de jugadores legendarios. Aquí hay una escultura de metal de un carromato, sin placa alguna que ofrezca una explicación. Pero no hace falta. Es un homenaje a todos aquellos cuyos padres y abuelos han trabajado en las minas, a los que han perdido la vida en ellas, o han visto su existencia cruelmente recortada por la fatiga y la enfermedad. Gales es un país muy pobre, muy sufrido y muy duro, y sólo así puede empezar a entenderse cómo el equipo de rugby de una nación de tres millones de habitantes, con unas infraestructuras muy limitadas, ganó 28-25 en Twickenham para eliminar a la todopoderosa Inglaterra de su Mundial, y cómo en los últimos doce años ha conquistado seis veces el Seis Naciones, y ganados tres Grand Slams. Cómo metió el medio en el cuerpo a Australia antes de caer con dignidad con medio equipo lesionado, y cómo Sudáfrica no las tiene hoy todas consigo en los cuartos de final del Mundial.
Que Gales esté donde esté es casi un milagro en la era de la profesionalización del rugby, con clubs modestos que en el mejor de los casos pueden pagar a sus estrellas 25.000 euros al año, mientras el all black Dan Carter va a percibir casi millón y medio en el Racing Metro francés cuando acabe el Mundial, y los contratos de Leigh Halfpenny y Matt Giteau con el Toulon se aproximan al millón de euros. En la vecina Inglaterra, equipos como Gloucester, Northampton, Bath y Leicester funcionan como empresas y viven a la sombra de ciudades prósperas, cuentan con generosos mecenas y se benefician de los contratos de televisión de la Premiership inglesa y la Copa de Europa.
Buena parte del mérito es de Warren Gatland, “el neozelandés errante”, uno de los mejores
UNA MANERA DE SER El carácter de los jugadores galeses se forja en los campos encharcados de Ebbw Vale o Bridgend
Durante generaciones el rugby ha sido la vida de los valles mineros galeses, pero ahora ese vínculo sagrado se ve amenazado COMPETENCIA Los equipos franceses e ingleses se llevan a las estrellas pagando sueldos hasta 50 veces más altos
entrenadores de rugby que existen en el mundo, obsesivo en la planificación y gran motivador. En los vestuarios del País de Gales, durante el Mundial, hay un cartelón que dice: “Pensad que no jugáis para vosotros mismos sino para vuestros compañeros, para vuestros amigos, para vuestras familias y para vuestra nación. Hacedlo por ellos”. Pero Gatland, desde hace cuatro años el coach galés, no habría podido lograr nada sin el corazón de los Scott Williams, Cory Allens y Hallan Amos, los Jamie Roberts y Sam Warburton, los George North y Samson Lee, los Alun Wyn Jones, Dan Biggar y James Hook, sin el espíritu indomable de los jugadores surgidos desde las categorías inferiores, de los Ospreys de Swansea y los Scarlets de Llanelli, de los Dragons de Newport y los Blues de Cardiff, de Pontypridd y Bridgend, que han crecido jugando en medio del barrio y acostumbrados al dolor. No al dolor de los golpes en los placajes y los mordiscos en la melé, sino al dolor de la pobreza de localidades deprimidas de los valles mineros, donde hay poco trabajo, mucho alcoholismo y uno de los índices de suicidios entre adolescentes más elevados de Europa.
El rugby en Gales se apoya en una conexión con la comunidad, amenazada sin embargo por la profesionalización del deporte, por los enormes salarios que pagan los clubs ingleses y franceses, y por la crisis. Hace 26 años el Pontypool –uno de los lugares más inhóspitos que se pueda imaginar– jugó contra los All Blacks,y se cerraron las escuelas para que los niños pudieran ir al partido. Hoy languidece en la segunda división, perdiendo dinero años tras año, y al borde de la ruina, a flote gracias tan sólo al dinero de un empresario local. La historia es la misma en Tredegar o Ebbw Vale. Fábricas de acero que daban trabajo a miles de personas han cerrado, donde había bancos hay ahora casas de empeño, y donde había agencias de viajes hay locales de apuestas donde se pasan la vida los Thomas, los Williams y los Jones.