Elogio de la memoria
Amediados del siglo pasado se puso de moda en círculos pedagógicos la contraposición entre una pretendida cultura memorística y otra centrada en el razonamiento. Ni que decir tiene que esta ganó la batalla, y en las versiones más vulgares de la controversia –las que uno puede ver en los prospectos de algunos colegios– llegó a presentarse la memoria como el último refugio de los tontos. Había llegado a pensar que las aguas habían vuelto a su cauce, no habiendo oído hablar del asunto en muchos años, cuando tuve hace pocos días ocasión de escuchar cómo un reconocido profesor exhortaba a sus estudiantes a no preocuparse de la memoria: “Habéis de competir con los ordenadores –decía– y estos siempre tendrán más memoria que vosotros”. Aunque es posible que el propósito de su exhortación fuera otro, la parte que contenía de ataque a la memoria merece un comentario.
La elección entre el cultivo de la memoria y el del razonamiento nos presenta un dilema que es, como casi todos, falso, con un ancho y fértil espacio entre sus cuernos. El imaginario popular contrasta un pobre niño, sentado ante un pupitre roñoso, condenado a aprender de memoria la lista de los reyes godos, con otro, en un aula luminosa, descubriendo el teorema de Pitágoras con ayuda de unos bloques de madera de colores. El primero está sometido a una tortura embrutecedora, el segundo da sus primeros pasos por la hermosa avenida del conocimiento. Es verdad que la lista de los reyes godos –desaparecida del programa desde hace un siglo– es de dudosa utilidad, y es verdad que las aulas de hoy son mucho más acogedoras que las de hace cien años, pero también lo es que nadie ha descubierto nada con los bloques de madera, y que no se va a ninguna parte sin saber de memoria la tabla de multiplicar, operación que cualquier teléfono móvil hace mejor que un humano. La cuestión es que hay un momento para cada cosa: a cierta edad un niño aprende sin esfuerzo alguno, y si no aprende los reyes godos, aprenderá las alineaciones de los equipos de fútbol, que quizá le sirvan para algún concurso radiofónico, o las matrículas de los coches, o los diálogos de Harry Potter, mientras que es posible que si uno quiere hacerle seguir un razonamiento se aburra. Lo que haya aprendido como una cotorra será, por otra parte, la materia prima sobre la que razonará, cuando le llegue la edad de hacerlo, que será también cuando entienda para qué sirve la tabla de multiplicar. No hay contraposición sino complementariedad entre memoria y razonamiento, y el arte del maestro está, naturalmente, en suministrar cada en las dosis apropiadas a cada momento.
Sabemos que el uso de la memoria se ha hecho menos necesario al pasar de la cultura oral a la literal y escrita: en la primera, lo que uno sabía era lo que tenía en la cabeza; hoy puede buscarlo todo en un libro o en un ordenador. No hay que olvidar, sin embargo, que ese paso –que algunas culturas se negaron a dar– ha supuesto, como todo gran cambio, beneficios y pérdidas; aunque uno puede pensar que los beneficios –el pensamiento analítico, el desarrollo de la ciencia, la filosofía y la historia, la supervivencia misma de nuestra cultura– han sido muy superiores a las pérdidas, no hay que pasar estas por alto, para procurar limitarlas: ver un autobús lleno de pasajeros que se ignoran unos a otros mientras miran su móvil, saber que, en el universo de conocimiento a nuestra disposición a través de internet, los sitios más visitados siguen siendo los dedicados a la pornografía, observar cómo uno mismo ha de esforzarse por mantenerse un rato sobre el mismo asunto sin cambiar de pantalla son cosas que dan que pensar; que deberían hacernos más modestos al enjuiciar nuestros avances y más rigurosos en sopesar las ventajas e inconvenientes de nuestras innovaciones.
La memoria parece estar entre las víctimas del progreso, y para que ello no sea así hemos de recordar que es uno de los agentes que conforman nuestra personalidad (las “potencias del alma” las llamaba nuestro catecismo). El neurólogo Oliver Sacks escribía de uno de sus pacientes, músico experto en Bach, persona culta, articulada y funcional, pero que había perdido por completo la memoria inmediata: uno se despedía, salía de la
La elección entre el cultivo de la memoria y el del razonamiento nos presenta un dilema que es falso
habitación y volvía a entrar, y el paciente lo recibía cordialmente, pero como si no lo hubiera visto nunca. A primera vista puede parecer que se trataba de una afección leve, incómoda para la vida cotidiana pero soportable; algunos dirían incluso preferible a la normalidad. Pero en realidad, si lo pensamos bien, aquel hombre no tenía historia: en palabras de Sacks, era un muerto en vida. Se trata, naturalmente, de un caso extremo, pero tomemos nuestras precauciones: llenemos las cabezas de nuestros pequeños, deseosas de verse llenas, procurando que el material sea bueno, sin preocuparnos demasiado de que lo entiendan o no: si el alimento es de calidad, llegará el día en que les sea de provecho, y cuando adquieran la afición por razonar quizá no lo hagan sobre tonterías como a menudo hacemos nosotros.