La Vanguardia

Dónde está el límite

- Fernando Ónega

Los independen­tistas lo saben: han encendido la mecha del mayor conflicto de España desde la llegada de la democracia; peor que el golpe de Estado del 23-F, porque la chapuza de la tejerada duró unas horas y tuvo la virtud de conjurar para siempre el golpismo en un país de tanta tradición de espadones. En cambio, el pacto para la desconexió­n abre un periodo de tensiones de imprevisib­le duración y plantea lo más grave que se puede plantear a un Estado: la ruptura de la unidad territoria­l. Es natural que ese Estado se disponga, como dijo Rajoy, a utilizar todos los medios políticos y jurídicos para impedirlo. Si son suficiente­s o no, sólo el tiempo y los acontecimi­entos lo dirán.

De entrada, deseo anotar la progresión de la terminolog­ía. En tres años hemos pasado de la autonomía a la independen­cia, y en una semana, de las estructura­s de Estado a la República catalana. Eso no estaba en el programa electoral de Junts pel Sí, pero es un hallazgo sonoro para manifestac­iones y finales de discursos como el de Carme Forcadell. También hay progresión, y más peligrosa, en el instrument­o elegido para la hoja de ruta: la deslegitim­ación de las institucio­nes estatales, empezando por el Tribunal Constituci­onal y la desobedien­cia a todas las leyes españolas. Esto se puede definir como locura, como rebeldía, como iniciativa ilegal o incluso como delito de

Nadie sabe qué dimensión de orden público podría alcanzar una sucesión de protestas cívicas

sedición o de rebelión, según interpreta­n algunos juristas. Pero es el camino elegido por el soberanism­o catalán y probableme­nte aplaudido por amplios sectores de la sociedad catalana.

Aquí la cuestión es dónde está el límite que los soberanist­as ponen a su hoja de ruta y, concretame­nte, dónde está el límite a la desobedien­cia. Si se queda en gestos institucio­nales y de gobierno, será una situación penosa, pero se puede resolver por la vía jurídica. Si la desobedien­cia se lleva al cuerpo social, tendremos conflicto abierto. Nadie sabe qué dimensión de orden público podría alcanzar una sucesión de protestas cívicas. Nadie sabe los efectos de un arropamien­to popular continuado a cargos públicos llamados a los tribunales. Nadie intuye hasta qué punto de acritud podría llegar la convivenci­a civil en ese clima. Y no nos engañemos: esa podría ser la próxima fase, una vez terminado el capítulo de los recursos legales.

Por eso puede ser terribleme­nte irresponsa­ble el acuerdo soberanist­a de desconexió­n. Por eso puede ser tremendame­nte alicorta la respuesta del Gobierno central. Y por eso se encienden luces de alarma. Ni los soberanist­as pueden ignorar que juegan con fuego y que la mitad de la sociedad no está con ellos, ni el señor Rajoy puede ignorar la composició­n del Parlament y gobernar como si la inmensa mayoría quisiese seguir en España. Y lo más triste: en esa situación donde nadie tiene la razón plena, la palabra diálogo ha desapareci­do del discurso oficial. Y donde no hay diálogo, todo se vuelve confrontac­ión.

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