La Vanguardia

Jerséis y albornoces

- Julià Guillamon

Hace un par de semanas estuve en Igualada y el amigo que me acompañaba me explicó que la fábrica Biosca Riera, que producía los jerséis Escorpión, se traslada. “¿La quieres ver?” “Ostras, sí”. Entramos por la puerta de camiones, hablamos con la señora de la portería, que le conocía, y nos colamos en un plis plas. Mi amigo me quería enseñar la entrada noble, con madera en el suelo y en el techo. Siguiendo el zigzag de los escalones, un zócalo marca en la pared la silueta de la escalera. La pared está empapelada con papel fotográfic­o y cada tres metros te encuentras una foto silueteada de una modelo rubia. Deben de ser bastante antiguas estas fotografía­s porque la modelo adopta poses de maniquí de alta costura y la publicidad de ropa en seguida fue más informal. Da la sensación de que va subiendo por la escalera y que cada tres o cuatro pasos cambia de gesto y de vestido (y a veces también de perro: en la primera fotografía aparece con un pastor alemán: debía deser la época de Rin-tin-tín, el chucho estrella de la tele). “¿A que es brutal?” “Ostras, sí”. “Sería acojonante que se pudiesen quitar estas fotos y montarlas en otro sitio”. No sabe cómo hacerlo.

Entramos en una sala de reuniones decorada con el mismo estilo: el tabique entero está cubierto con una fotografía, recortada en torno a la puerta. La modelo, una morenaza, luce una diadema en la cabeza. Está retratada frente a un cañaveral y junto al Rin-tin-tín, que saca la lengua. “¿Es fantástico, eh?” Colgado entre las cañas, el rectángulo blanco que hizo famosa a la marca, un cartelito que dice: “Un vestido de punto Escorpión”. ¡Los jerséis, las rebecas, los conjuntos de punto Escorpión! Se anunciaron tantísimo en la prensa, que es imposible no acordarse de ellos. A las madres les gustaban porque era una ropa señora, seria y más bien tapada. Las hijas las aceptaban gustosas porque aunque eran tapadas se arrapaban y marcaban mucho pecho.

Entramos en las naves donde estaba instalado el taller de costura, las repasadora­s, las planchador­as, la cadena de montaje de la marca Mimasa de la calle Verdi donde se colocaban las chicas. En la pared veo unos relojes de doble dial: horario (de 0 a 60) y decimal (de 0 a 100). ¡El control del tiempo del trabajo industrial! Para compensar, los vestuarios están recubierto­s de teselas de gresite. El gresite de las piscinas de los sesenta y de los bares de los ochenta, colocado en un vestuario de una fábrica de géneros de punto. Una marca de jerséis para las madres que querían que las hijas vistieran recatadame­nte y para las hijas que querían marcar, que enseñaba sus productos con rubias modelos, que entretenía­n a un perro y sostenían un cartel. Era aquella época en que Dennis Huismans y Georges Patrix predicaban (L’esthétique industriel­le) que “no se pueden fabricar objetos bellos con máquinas y equipamien­tos feos”. Lo utópicos sesenta. Cuando Amancio Ortega era un simple vendedor de albornoces.

A las hijas la ropa les gustaba porque, aunque era tapada, al ser de punto marcaba mucho el pecho

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