La ciudad humillada
La prostitución es violencia física, económica y social. Los hombres que van de putas no compran sexo, sino que practican la violencia. Las palabras de Sonia Sánchez, que hace unos días entrevistaba este diario, se me han quedado dentro y ya no pueden salir. Una activista argentina que lucha por la abolición de la prostitución porque ella fue puta, un objeto sin derechos que vivió una tortura hasta que se rebeló contra un estado machista y proxeneta, explicaba.
El machismo que sube y baja la Rambla (o se va a un burdel de Pedralbes) no va a preguntar a ninguna mujer si está allí por decisión propia. No le va a leer sus derechos ni va a tener en cuenta si hay una mafia detrás. La va a consumir, sin más. Y Ada Colau, mujer y alcaldesa, no lo puede permitir.
El Ayuntamiento no puede así instalarse en la comodidad de argumentar que algunas mujeres son “trabajadoras sexuales” por voluntad propia. Necesitan, sin duda, pagarse la vida, o las deudas, la comida, un techo. Pero es obligado en una institución pública plantear soluciones más allá de dejarlo todo al albur de una especie de neoliberalismo machista.
Este no es sólo un debate sobre la Rambla, sobre cómo ha de lucir este paseo principal y referencial de la ciudad. Es un debate sobre la dignidad de las mujeres y de la sociedad entera. Mientras haya una sola Sonia –que hay muchas– violentada en la calle o en una habitación, alguien que sienta que es un objeto de uso, es obligación de los poderes públicos actuar. Y dirigirse a los hombres que van de putas, porque este no es el oficio más antiguo del mundo, es el abuso más largo y abyecto.