Las fichas del Estado
La semana, monopolizada por el asunto catalán, se distinguió por la entrada en escena del aparato coercitivo del Estado español. Si el pasado sábado titulábamos esta crónica “Toda la maquinaria” como un anuncio de intenciones, siguiendo las palabras de la vicepresidenta portavoz Soraya, este sábado toca hacer la primera cónica del comienzo efectivo de la ofensiva; perdón, de la respuesta al desafío. Todo se ha puesto en marcha: el Consejo y la Abogacía del Estado, el Tribunal Constitucional, la Fiscalía de la Audiencia Nacional, un presidente del Gobierno locuaz y resucitado, los partidos constitucionalistas, los medios informativos, el rey Felipe VI… A la mayor “crisis constitucional después del 23-F”, definición repetida, se le replica con la mayor movilización de la legalidad que hemos visto en todo el periodo democrático.
¿Alguna consecuencia? De momento, ninguna. La CUP, crecida en su capacidad de presión sobre Artur Mas, reafirma que la república catalana tiene que ser proclamada en el plazo de 18 meses. Junts pel Sí no ofrece ningún síntoma de plegarse ni intención de rectificar, como le pidió este diario. El señor Mas –“presidente menguante”, le llamó ayer Sáenz de Santamaría—tampoco ofrece síntomas de arrepentimiento por poner a subasta la presidencia. El estatus de aforados de 20 de los 21 advertidos por el Tribunal complica la imputación rápida de los rebeldes. Y no está claro, en absoluto, cómo se impide que el Parlament se ponga a debatir la primera de las leyes de estructuras del estado catalán. Si después de lo dicho por Rajoy y asociados se debate una sola de esas leyes, el ciudadano tendrá todo el derecho a preguntar para qué sirve tanta apelación a la ley y tanta caída en tromba de las instituciones estatales, ahora incluida la Corona, que dio un salto cualitativo en sus actitudes y está dispuesta a hacer realidad lo que dice la Constitución: que el Rey es el símbolo de la unidad y la permanencia del Estado.
Así que los primeros efectos de los movimientos estatales tienen mucho ruido, pero resultados todavía estériles y desde luego negativos en cuanto a sus efectos en la opinión pública catalana. Por eso esta es quizá la fase más delicada para los defensores de la unidad y la Constitución. Una proclamación contundente de autoridad la hace cualquiera: sólo se requiere quien la publique, y el aparato estatal dispone de casi todas las portadas. Para su efectividad a la hora de detener el proceso hace falta algo más. Hace falta que el adversario soberanista coja miedo, y el miedo se ha perdido hace tiempo. Hace falta que pierda seguimiento popular, y el barómetro del CEO difundido ayer indica lo contrario: que el independentismo todavía no es mayoritario, pero sigue creciendo y se radicaliza. Hace falta que el partido que gobierna España haga una severa reflexión de por qué sigue perdiendo intención de voto en Catalunya, según los datos del CEO. Y hace falta lo de siempre: que la respuesta estatal no se siga basando únicamente en el imperio de la ley. Sólo con la ley –¿cuántas veces se ha escrito?– no se ganan voluntades.