El pasadizo del Goncourt
La Diagonal ya no se llama así. Ahora es la Avinguda de Mathias Enard. Cuando ganó el Goncourt, la ONU creó un protocolo para enseñarnos cómo dirigirnos a él (siempre con una genuflexión). Tiene derecho de pernada y permiso para comerse a vuestro primogénito. Ada Colau ha aceptado construir una pirámide en la plaza Catalunya donde, llegado el momento, descansarán sus restos. Y desde ya, las discusiones sobre el Procés acabarán siempre con un: “Pero en fin, esto sólo lo arregla Mathias Enard”.
Así lo comunican Iván Espinosa y su hermano, el especialista secundario Íñigo Espinosa, en el restaurante Karakala. Hay comida fenicia, han tocado Venancio yLos Jóvenes de Antaño, están los amigos del homenajeado, que –siempre según los Espinosa– fue hombre bala y mujer barbuda, y miss camiseta mojada en Lloret de Mar (y eso que también participaban Enrique Iglesias y José María Aznar). Estuvo a punto de saltar desde la estratosfera para hacer el anuncio de RedBull, pero los publicistas lo descartaron porque caía demasiado rápido.
Ha venido su editora en catalán, Ester Pujol, también el poeta Jaime Rodríguez desde Madrid, y amigos escritores de París y Barcelona, y amigos periodistas, y un piloto. Y cuando ya le hemos abrazado y besado mil veces para darle la enhorabuena, muy contentos y emocionados con cervezas en la mano, y nos hemos hecho selfies con él, un grafiti con su cara, llega Jonathan Littell. Entonces el número de premios Goncourt por metro cuadrado se multiplica. Littell lo ganó con Las
benévolas, en 2006. Mathias no había abierto aún el Karakala, pero al verlos desaparecer con sus mujeres hacia el fondo del restaurante, los sigo para descubrir el secreto literario mejor guardado. Me los encuentro en el llamado jardín, un patio interior minúsculo con una planta colgada. Detrás está el almacén, un pasadizo que parece que no va a ninguna parte. Pero va al bar Soda, donde acabaremos dentro de un rato. “Estoy harto de la palabra crónica, me tiene cansadísimo”, apunta Martín Caparrós. “Se usa demasiado, no se sabe qué dice, se confunde, se enarbola, se babea”. Al otro lado del Atlántico, llevan años cuestionándose cómo tratar y nombrar la realidad, que si Nuevo Periodismo, que si NuevoNuevo Periodismo, que si Periodismo de Largo Aliento. Aquí nos da más bien igual. La pirámide invertida deja de tener sentido cuando la información se queda en los 140 caracteres de un tuit que no tiene por qué invitar a seguir leyendo. Se crean revistas como Panenka o AltaïrMagazine, dirigida por Pere Ortín, dedicadas al –¿qué nombre le ponemos? ¿Reporterismo poético? ¿Literatura periodística? ¿Periodismo literario?–. Y se debate el tema en la librería Altaïr.
Huele a viaje. Ese evocador perfume del plástico de las guías que nos acompañaron a Sri Lanka o Islandia nos transporta a los días previos de planificación. Algunos de los que preparan sus vacaciones se detienen a escuchar a Caparrós, que habla con María Angulo y Jordi Carrion ante un público numeroso. “Llamémosle
lacrónica”, concluye el escritor argentino en el libro publicado por Círculo de Tiza y titulado precisamente así: Lacrónica.
Durante la comida, invitados por el propietario de la librería Pep Bernadas, y en la que también estaba el editor de Malpaso Malcolm Otero, ha habido intercambio de opiniones entre periodistas. ¿Es la voluntad temporal, lo que distingue la crónica del reportaje? ¿O es el yo narrativo? ¿Y cómo se diferencia de una crónica deportiva o la de sucesos? ¿Y si en vez de lacrónica fuera melan- crónica?, pienso. Es preciso renombrarlo todo, porque nada sigue siendo exactamente lo mismo. Por ejemplo, hay revistas que se presentan como tales y celebran su estreno, aunque no sean exactamente revistas. Es el caso de L’Estació, impulsada por la filósofa Marina Garcés, el artista Frederic Amat y el activista cultural Manel Guerrero. En su primer número hay un texto de
“Estoy harto de la palabra ‘crónica’, me tiene cansadísimo, no se sabe qué dice”, apunta Martín Caparros Almudena Grandes reivindica esa España pobre que hasta hace veinte años no se avergonzaba de serlo
Chantall Maillard y una imagen de los artistas Quay Brothers, impresa “como alas de mariposa” –según dijeron cuando la vieron– ,en Tinta Invisible. Están la versión on line, la de papel, y mediante subscripción, una tirada de cien ejemplares firmados por el autor de la imagen, convertida en obra gráfica. Sólo se editarán doce números, cuatro al año, uno por cada estación. Si es que aún hay estaciones.
El auditorio de la biblioteca Agustí Centelles está lleno de clones de mis padres, progres elegantes, atentos y comprometidos. Llevan Los besos en el pan, el último libro de Almudena Grandes, publicado por Tusquets. Entrevistada por Milagros Pérez Oliva, ella cuenta que el título es una reivindicación de esa España que siempre fue pobre y que hasta hace veinte años no se avergonzaba de serlo. La pobreza y la dignidad se heredaba de padres a hijos. De hecho, la idea era titularlo algo así como: “Esas tortillas que preparaban mis tías abuelas en las que ponían las sobras del pan rallado con el que habían hecho los filetes rebozados, y quedaba una pasta asquerosa y tú les preguntabas cómo se comían eso y decían que para no tirarlo”. Pero no le cabía. Logra la complicidad del público cuando dice que la izquierda está acomplejada y la derecha cree que, porque ganó la guerra, el país es suyo. Luego cita a Sabina con su voz: “Que ser valiente no salga tan caro, que ser cobarde no valga la pena”. Pero en fin. Esto sólo lo arregla Mathias Enard.