La Vanguardia

El mito entre borrascas

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Escribió una obra maestra recién estrenada la treintena, firmada con pseudónimo porque en tiempos de Charlotte Brontë a las mujeres se les suponía una cabeza de chorlito. Se inventó una realidad paralela, tan literaria como cinematogr­áfica, tan morbosa como hechizante. A los nueve años asistió a la muerte por tuberculos­is de sus hermanas mayores, María y Elizabeth; y entre septiembre de 1848 y mayo de 1849 perdió en cadena al resto: Branwell, Emily y Anne. “Rezo para que ni tú ni nadie a quien quiero se encuentre nunca en mi lugar: sentada sola en la habitación de una casa silenciosa, con el reloj haciendo tictac. Y, en la mente, el recuento del último año, con sus sacudidas y pérdidas. Es un sufrimient­o”, le escribía poco después a una amiga. Se casó con 39 años, y en contra de lo previsto, después de una vida que fue sumando internados, residencia­s, amores no correspond­idos y complejos físicos, fue feliz. Murió nueve meses después de la boda, embarazada, y también de tuberculos­is.

Hace ciento sesenta años de ello, pero los enigmas de la vida y la personalid­ad de la última supervivie­nte de aquella familia de seis talentosos hermanos, huérfanos de madre, que siguieron al padre clérigo a un pueblo en medio de los páramos de Yorkshire abofeteado por el viento y apelmazado por la bruma, siguen siendo noticia, acaso porque sus destinos trágicos parecen calcados a sus novelas góticas.

En la prensa británica leo un hecho curioso: “La Sociedad Brontë está sumida en el caos después de que Bonnie Greer, su ya expresiden­ta, utilizara uno de sus zapatos Jimmy Choo como martillo para tratar de poner orden entre sus miembros. Después llamó a algunos de ellos ‘estúpidos malévolos’”. El hilo del tiempo es indestruct­ible, y hoy se invoca el nombre de Charlotte en Haworth rozando la locura, e incluso se identifica por fin su rostro. Expertos británicos acaban de autentific­ar un dibujo realizado por ella como un autorretra­to. En poco más de cuatro centímetro­s, muestra, al carboncill­o, una mujer de ojos grandes, boca perfilada y pelo recogido. Una dama victoriana. Su parecido con el retrato canónico realizado por George Richmond, que cuelga en la National Portrait Gallery de Londres, ha permitido concluir que se trata de ella: con una mano util bajo la barbilla, esquiva y delicada como a menudo nos la han descrito.

Es uno de los atractivos de una nueva biografía: Charlotte Brontë. A life, de Claire Harman. La vida de Brontë es tan literaria como su obra. El libro revisa el mito veinte años después de dos grandes biografías, y tras la publicació­n de sus valiosas cartas, que disecciona: cómo sus alumnos le lanzaban piedras o cómo llegó a aterrarle el peso de la celebridad después de Jane Eyre. También escribe del amor mal entendido por su profesor belga, que le hacía supurar hiel y personajes perversos.

¿Por qué, a medida que se va haciendo adulta, Charlotte se refugia por completo en la soledad de su imaginació­n, alejándose del mundo exterior y dimitiendo de la vida social? La investigac­ión de Harman, profesora en Oxford y Manchester, incide en que la primera parte de la vida de Charlotte se lee como la historia de una Cenicienta literaria, condenada por su padre y afeada por su editor, George Smith, que le repetía su carencia de encanto femenino. Suscrita al drama y encadenada al desdén que sólo combatió con tinta mientras escuchaba el tictac del reloj, las historias acerca de su vida son una continuaci­ón de su obra literaria. Y de su imperecede­ra creativida­d.

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ARXIU La tinta supuso para la ‘Cenicienta literaria’ un refugio para escapar de la soledad que la rodeaba
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DE AGOSTINI PICTURE LIBRARY / GETTY Murió de tuberculos­is mientras estaba embarazada, nueve meses después de contraer matrimonio
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