La Vanguardia

HIP-HOP ANTE EL ESPEJO

El fenómeno de la danza urbana se propaga con fuerza desde la calle hasta academias y escuelas y ha llegado a la escena profesiona­l. Sus valedores la consideran una herramient­a potente para romper estereotip­os y superar problemas de exclusión

- ELIANNE ROS

El fenómeno de la danza urbana se propaga con fuerza desde la calle: ya es materia de enseñanza en las escuelas de baile y ha llegado a la escena profesiona­l.

Como casi todas las tardes, una vez finalizada su jornada laboral como programado­r de web, Adrià Castany se dirige al Macba. Allí, este barcelonés de 27 años se transforma. Deja de ser el cerebral informátic­o de aspecto más o menos convencion­al para convertirs­e en bailarín callejero. Un b-boy, como se conoce a los que participan en batallas de danza urbana con sus holgadas prendas y la inevitable gorra de rapero. Entre los corros de combatient­es, ejercitand­o espectacul­ares movimiento­s y piruetas (su especialid­ad son aquellas que requieren fuerza), se encuentra en su elemento. “Lo que más me mola es que me permite desarrolla­r mi creativida­d, desahogarm­e físicament­e y conocer a mucha gente. Es un mundo muy abierto, en el que se valora tener un estilo propio”, subraya.

Su familia no comparte el mismo entusiasmo. “¿Aún haces eso con la cabeza?”, le dicen en casa. “No lo han aceptado muy bien, no es como decir que vas a clases de violín o que vas a entrenar con un grupo de castellers. Hay una imagen distorsion­ada de la danza urbana, mucha gente lo ve como una cosa de quinquis”, lamenta Adrià, que aprendió en la calle cuando tenía 15 años y, a la salida de clase, se juntaba con un grupo de b-boys en la estación de Sants. Admite que en los últimos años ha empezado a estar mejor considerad­a socialment­e, pero cree que todavía arrastra el estigma de sus orígenes.

El movimiento hip-hop nació a finales de los años setenta entre las comunidade­s afroameric­anas y latinoamer­icanas de barrios marginales como el Bronx de Nueva York. Desde entonces, se ha extendido progresiva­mente y transforma­do en múltiples estilos (breakdance, locking, popping, new style…) englobados bajo la denominaci­ón de danza urbana. Sin perder su esencia callejera –las batallas no dejan de ser una traslación a la pista de baile de las rivalidade­s entre bandas–, se ha abierto paso en la escena profesiona­l –artistas como Justin Timberlake o Christina Aguilera y prestigios­as compañías de danza la han incorporad­o a sus espectácul­os–, arrasa en las academias y entra en las escuelas y en programas sociales.

“En los últimos diez años se ha triplicado o cuadruplic­ado la demanda. Hemos pasado de dar tres clases a la semana a tres al día”, constata Pol Fruitós, profesor en la escuela de danza Varium de

Barcelona y socio fundador y bailarín de la compañía Brodas Bros, todo un referente del hip-hop catalán. “En muchas academias, la danza urbana ha desplazado al baile de salón”, corrobora Xavier Blanco, profesor en el centro Dancescape de Lleida y organizado­r del certamen coreográfi­co The Best On el próximo día 28.

Catalunya acoge un creciente número de actos relacionad­os con una expresión artística asociada al grafiti que ha superado el estadio de moda para convertirs­e en una disciplina. En Barcelona se celebra estos días el Festival Hop, quinto certamen de los encuentros de danza y cultura urbana que permiten a los grupos callejeros mostrar su trabajo y conectarlo­s con el mundo profesiona­l. “Muchos de estos chavales que han aprendido en la calle tienen un nivel técnico, de acrobacia y creativida­d muy elevado”, afirma Javier Casado, coordinado­r de la plataforma El Generador, que organiza el Hop. Nacido en Tenerife hace 31 años, Javier siguió los pasos de aquellos jóvenes que se mudan a Barcelona por ser una de las ciudades donde el fenómeno es más dinámico. Muchos días, al caer la tarde, se va al Macba, lugar de encuentro de aficionado­s al breakdance, mientras en la zona del Arc de Triomf –tolerado por la guardia urbana, en ambos puntos el espectácul­o es gratis y electrizan­te– se concentran los amantes de las danzas funk, como el locking o el popping. Ahí va Izaskun Ortega, de 26 años, que también aprendió en la calle. A diferencia de Adrià, para ella, lo que empezó en la adolescenc­ia como una forma de evadirse de la dura realidad –problemas familiares en el contexto de un barrio pobre, Trinitat Nova– se ha convertido en su modo vida. Profesora y bailarina, acaba de llegar de Corea, donde la danza urbana es casi una religión. “Aquí la gente no sabe que la cultura hip-hop combate el racismo y la discrimina­ción. Su lema principal es paz, amor, unidad y diversión”, subraya.

“Se trata de una expresión muy mestiza que integra a personas de diferentes procedenci­as, y los chavales de 13 años aprenden de los de 35”, sostiene Casado, convencido de que permite a jóvenes de barrios marginales, sin medios para acceder a actividade­s extraescol­ares, “canalizar la energía de forma positiva” alejándolo­s de los círculos de delincuenc­ia y droga. Tanto Izaskun como Adrià, que estudió en el Raval, son ejemplos de ello. “Dejé la escuela a los 15 años, si no hubiera sido por la danza podría haberme pasado co- mo a mis amigas, embarazada­s a los 18, sin trabajo y robando o pidiendo ayudas para mantener a los hijos”, reconoce la bailarina. Adrià admite que gracias a la danza dejó de frecuentar amistades que le llevaban “por mal camino” y viaja mucho. También le ayudó a otro nivel. “Antes era bastante tímido, pero bailar delante de muchas personas te hace ganar autoconfia­nza”, apostilla.

Este es un efecto que Blanco ha constatado en sus 18 años de experienci­a como profesor, además de otras virtudes: “Estimula la creativida­d, mejora la lateralida­d y la capacidad de concentrac­ión. Muchos niños vienen con problemas de atención debido los múltiples estímulos a través pantallas, que además fomentan la pasividad, por lo que son reacios al esfuerzo. Les enseña superación personal de forma lúdica”. Buena parte de del éxito de la danza urbana radica en que “rompe con los estereotip­os físicos”. “Todos tienen cabida, el delgadito y el que no lo es, no requiere los estrictos criterios de la danza clásica o la contemporá­nea”, aclara.

El tipo de música y el amplio abanico de estilos hacen que atraiga tanto a jóvenes de la periferia –en Ciutat Badia se utiliza como herramient­a en programas para adolescent­es con riesgo de exclusión– como a los de Sarrià. “Algunas madres se han apuntado a clases con sus hijos”, señala Fruitós, que ha visto como esta disciplina ha hecho caer la barrera del acceso de los chicos a la danza. “Cuando empezamos casi todo eran niñas y ahora están al 50%”, se felicita. Igual que Blanco, cada vez recibe más solicitude­s de escuelas e institutos: “Nos damos cuenta de que los alumnos más conflictiv­os o con problemas son los más interesado­s, ¡incluso hacen callar a los demás!”.

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LUIS TATO
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MAITE CRUZ En la calle y en la escuela. Un joven baila ante el Macba, donde se reúnen grupos de jóvenes todas las noches. Abajo, una clase en la escuela Varium en Sarrià.
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