La noche en que París fue Damasco
Crónica de una madrugada que apagó la capital francesa (y la acostumbró a habitar en el horror)
Una decena de personas viajaban en el vagón y sólo dos, una pareja joven, actuaban como si nada hubiera pasado, charlando con buen ánimo. El vagón se acercaba ya a la estación de Oberkampf, situada bajo la discoteca Bataclan, cuando sonó el timbre que anunciaba la llegada de un mensaje a su móvil. Sus caras de repentina desolación reconfortaron al resto del pasaje: los dos alegres viajeros acababan de sumarse al club de los desamparados, la comunidad que a esas horas ya era la más numerosa de Francia.
La noticia pilló a muchos en los restaurantes. O cenando en casa, como Danielle, una mujer mayor que vive junto al Belle Equipe, donde fueron asesinadas 19 personas. A las 9 de ayer, frente a su boulangerie, explicaba a este diario que no sabía cómo afrontar la tragedia: “Ya me costó mucho superar lo de Charlie
Hebdo, que pasó aquí mismo, y no sé cómo hacerlo ahora”. Su terapia de choque fue acercarse hasta el perímetro policial para compartir impresiones con los periodistas y con otros vecinos perplejos. Ella también creyó que los disparos (unos cien) eran petardos; y también apagó la tele “para no revelar que había alguien en casa”.
Vecinos como Danielle los hubo asimismo la noche antes frente a Bataclan. Intentaban llegar a casa, pero la policía se lo impedía. Algunos durmieron en un hotel. Un chico árabe se paseaba entre los ateridos periodistas repitiendo “son unos enfermos, son unos enfermos”. Se avanzaba al hashtag #NotInMyName (no en mi nombre) que el sábado iban a crear grupos musulmanes en las redes sociales.
El momento álgido de la noche para aquellos que no habían tenido la desgracia de vivir los tiroteos en su propia piel fueron las diez detonaciones que precedieron al asalto policial. Horas después, sobre las 3, los rehenes liberados eran evacuados a bordo de autobuses urbanos. Llevaban mantas térmicas, como fantasmas que surcaban la noche en busca de una improbable vuelta a la normalidad.
El regreso al hotel por las calles desiertas y frías (la temperatura empeoró ayer), sin taxis ni metro, fue el viaje a un París desconocido. Los turistas desorientados pregun- taban cómo llegar a sus alojamientos, a veces extraviados por culpa de las calles que la policía había cortado, ocupadas aún por cadáveres.
Y los contrastes: dos parisinas lloraban abrazadas (les preguntamos si conocían a víctimas y nos dijeron que no, que era impotencia); dos raperos caminaban como si bailaran escuchando música en sus auriculares por la calle Richelieu y, en las proximidades de Notre Dame, se oía a un grupo de hombres cantar con emoción La marsellesa. Eran casi las cinco de la mañana.
Ya en el hotel, la joven recepcionista, Sandrine, criticaba “la debilidad de un Gobierno que permite que los potenciales asesinos vivan aquí entre nosotros, con derecho a la seguridad social”.
A las 8, de regreso al lugar de los hechos. Frente al Bataclan empezaba a llegar el turismo de autofoto, tanto extranjero como local.
–Oiga, ¿y usted por qué se hace una selfie con la discoteca detrás?
–¿Es usted periodista o policía? ¡Déjeme en paz!
Vladan, un tipo alto con aliento de alcohol, repetía una frase muy escuchada a lo largo de la noche: “Esto no es París, es Damasco”.
El teléfono sonó y la voz era la de Raquel Páramo, una periodista española que trabaja en la OCDE y a quien habíamos enviado un mensaje pidiéndole su testimonio: “Nosotros vamos mucho al Petit Cambodge [14 asesinados], nos encanta. Pero ayer decidimos quedarnos en casa. Y ahora estamos aquí, sin atrevernos a salir”. En su opinión, algunos clientes habituales del Bataclan se han librado porque el grupo que actuaba el viernes era demasiado extremo: los Eagles of Death Metal.
Pasan las horas y en la ciudad se instalan dos normalidades. Frente a los lugares de los ataques, muchos parisinos acuden a dejar flores, pero en los restaurantes del resto de la ciudad otros disfrutan de la noche del sábado. ¿Extraño? Seguro que no. Esta gente, por desgracia, se está habituando al horror. Lo que hacen es reaccionar de aquella manera tan humana que es celebrar que esta vez tampoco les ha tocado a ellos.
“Apagué el televisor para que nadie supiera que estaba en casa”, dice una vecina que ya sufrió por ‘Charlie Hebdo’