Contra la vida
Los terroristas del viernes por la noche han atacado a una forma, una cultura y una alegría de vivir. Un partido de fútbol, un concierto de rock, un restaurante, un bar, un café y luego la calle; es decir, la vida cotidiana de los parisienses que salen la víspera del fin de semana para tomar el aire, divertirse, aprender o informarse sobre lo que les interesa.
Y es esa vida, con sus pequeños hábitos y rutinas, sus alegrías inocentes, sus amistades en común, sus cosas y sentimientos que compartir, los que estos individuos han querido asesinar, como los del pasado enero intentaron asesinar la libertad de expresarse, de escribir, de dibujar, de reírse de todo incluido lo sagrado.
Tenemos enfrente una lógica que nos supera, porque poseemos un superyó que nos guía y protege contra este tipo de desviaciones y de delirio. No obstante, cabe realizar el esfuerzo de comprender y de explicar el horror, por más que su evolución y desarrollo se inscriba en el rechazo de lo humano, de la debilidad humana, la que motiva que no seamos máquinas o bestias. Incluso los animales no han podido nunca crear los mecanismos de este tipo de horror.
Nuestro modo de vida, la cultura a la que damos especial importancia y prioridad, esta libertad obtenida de forma tan cara y preciada a través de diversas luchas y esfuerzos, esta democracia que gobierna y conduce nuestras relaciones con los demás, con la ley y el derecho; en una palabra, esta civilización les resulta insoportable a los soldados del odio y de la barbarie tal y como se han presentado recientemente ante nosotros en la escena internacional.
Ellos contraponen a esta convivencia nuestra una religión donde se amalgaman tanto la plegaria que llama a practicar la virtud como el narcotráfico, el proxenetismo, la esclavitud sexual, la venta de niñas, las cabezas cortadas, el robo y la violación, la ignorancia orgullosa de sí misma y la brutalidad asesina. ¿Se puede llamar a esto religión? Se trata, más bien, de una tapadera, una coartada y un pretexto. Y se acude al islam del siglo VII, a sus guerras, en busca de alimento y reservas con que saciar el ansia de una dominación sin límites ni fronteras.
Sin embargo, todo esto no ha sucedido por casualidad.
Cabe incluso fechar su origen: 1952, primer golpe de Estado en Egipto, al que seguirán decenas de otros golpes de fuerza cuyo resultante poder totalitario será ejercido por Gadafi, Sadam Husein, El Asad padre e hijo, Ben Ali, Mubarak y el sudanés Omar al Bashir junto con la nebulosa de los países del Golfo, que financian a quienes luchan por ellos.
A causa de esta ausencia de democracia y de libertad en que el individuo árabe carece de existencia o reconocimiento alguno, crecerá y alcanzará su desarrollo un califato anacrónico y enemigo de los pueblos, las artes y las ciencias. De este modo –en eso coincide todo el mundo– el Estado Islámico no ha sido posible material y políticamente sino porque ciertos estados del Golfo les han proporcionado armas y dinero. Evidentemente, no es algo oficial. El dinero, según esta perspectiva, se habría canalizado a través de empresarios que han apostado por un hipotético Estado Islámico y que, al igual que en un casino, han jugado la baza de la tragedia para que sus millones puedan seguir rindiendo mientras continúa su vida de derroche y depravación que nos producen una repugnancia ampliamente compartida por los pueblos árabes.
La responsabilidad árabe en la existencia del EI es evidente. Es menester decirlo una y otra vez. No hay que echar la culpa a Occidente, aunque su política sobre Oriente Medio y, en especial, su falta de firmeza con respecto al régimen de Bashar el Asad (que en agosto del 2013 usó armas químicas contra su pueblo) hayan franqueado el camino a la prepotencia del EI. Hay que recordar, asimismo, el juego ambiguo y malvado de Turquía y la política de cinismo absoluto de Putin que no muestra ningún reparo por nadie y avanza, sin contemplaciones, de manera dura y fría.
Los atentados del viernes apuntan a sembrar el terror entre personas anónimas, personas que viven su vida con normalidad. Había que romper esta normalidad, introducir el miedo por doquier, en los lugares habituales, el café, el bar, el restaurante; en fin, en cualquier lugar donde la muerte pueda asestar sus golpes. No son aficionados. Es gente entrenada que, desde hace tiempo, ha aceptado cambiar su instinto de vida por el instinto de muerte, sobre todo la de los inocentes. La suya no cuenta ni vale, están ya en otra parte, otro mundo, otro planeta en el que sentimientos espontáneos como el miedo o el espanto han dejado de existir.
Más que nunca, los países musulmanes, los que creen en un islam de paz, en la fraternidad de signo monoteísta, deben movilizarse, porque se ha robado y violado su religión en cuyo nombre matan inocentes. Reaccionar, pues, todos juntos, dar paso a una
primavera del islam, a un islam que siga los pasos de sus siglos de ilustración y saber. Decir y gritar: “¡No en mi nombre !” Volver a la educación, a la pedagogía cotidiana y luchar por volver a colocar los valores en su sitio.
A tal fin, seguirá siendo preciso que todos los musulmanes del mundo se unan y que tomen conciencia del peligro que les amenaza y que amenaza a los demás pueblos del mundo.
Los países musulmanes que creen en un islam de paz y fraternidad deben movilizarse y decir: “¡No en mi nombre!”