Un presente quijotesco
Hubo un tiempo, hijo mío, en el que todo esto eran cines”, diremos emulando a nuestros padres cuando decían que todo esto eran campos. Y ellos no se acabarán de creer que frente al Verdi, los domingos por la noche, había colas infinitas para ver una película tan ampulosa como El lado oscuro del corazón, donde aparecía Benedetti hablando en alemán y que estuvo en cartel una eternidad. Todas nos preguntábamos si éramos mujeres capaces de volar, y cantábamos a Silvio Rodríguez, ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan, y leíamos Rayuela, de Cortázar.
El mainstream era cursi y esnob. Catábamos el cine, la música y la poesía como quien se come un Ferrero Rocher, sin empachos, aunque fuera empalagoso. Un complemento cotidiano o extraordinario, al alcance de todos. Ahora, en la era de la bulimia, el esnobismo consiste en engullir series sin parar, una tras otra, gana quien haya visto más temporadas, y despreciará a los demás con una ceja levantada, no me hagáis hablar, lo que yo sé aún no lo sabéis. Los dulces han dado paso a otra adicción aún más basta. Nos zampamos series y la información como quien se traga, insaciable, una bolsa de patatas fritas y se pringa los dedos de aceite.
Ya no hay colas infinitas frente a los cines, porque lo infinito es Twitter y la televisión por cable, que permiten que te quedes ahí, absorbiendo datos sin descanso y sin tiempo para digerirlos, por un precio al que nos hemos acostumbrado. Las películas te evadían brevemente de la realidad, y ahora es como si la realidad te evadiera brevemente del bombardeo incesante de historias que penetran en tu cerebro igual que los libros de caballerías perturbaron a Don Quijote. Es normal que lo interpretes todo en clave serial. Es normal que veas gigantes en los molinos de viento y creas que tú puedes cambiar las cosas. No sé, salvar a Dulcinea o el procés, dando tu opinión con una bacinilla en la cabeza.
Comentamos en las redes los acontecimientos políticos igual que los programas de la tele, hashtag incluido. Lo peor de las series es que, al final, resultan decepcionantes; no tanto por la manera en la que resuelven, sino porque, salvo General Hospital y Coronation Street, siempre llegan a su fin. La cultura del The end dio paso a la de Game over, y ahora estamos en la del To be continued. Cada día de esta semana se ha interrumpido en su punto más álgido, previo al exasperante y emocionante “continuará”, que nos obliga a permanecer ansiosos hasta el próximo capítulo. Un final siempre es una frustración. Por eso no puede decirse que todo acabará bien, cuando lo malo, para los seguidores de este culebrón, enganchados a la tensión sexual no resuelta, será que se acabe.
Puede que todo esto fueran campos, tiempo atrás; campos de cultivo. Y quizá el pasado fuera más bonito. Pero este presente quijotesco es mucho más entretenido.
Cada día de esta semana se ha interrumpido en su punto más álgido, previo al emocionante “continuará”