La Vanguardia

En la Rambla de las muchachas sumisas

La exposición sobre la prostituci­ón en el arte del museo de Orsay de París es un festival para los sentidos. El problema es que abona esa visión amable de la explotació­n sexual que parece compartir el gobierno municipal de Barcelona.

- Miquel Molina mmolina@lavanguard­ia.es

De las acicaladas cortesanas de CarolusDur­an a las muchachas lánguidas de Manet y Picasso. De las bailarinas de Degas a las esclavas de Gérôme. De las modelos del pornógrafo Carabin a la sensualida­d indolente de Gervex. La exposición Esplendore­s & miserias. Imágenes de prostituci­ón en Francia, abierta en el museo de Orsay de París, es un banquete para la vista que no deja indiferent­e a ningún admirador de la belleza. De ello da fe el propio libro donde los visitantes escriben sus impresione­s al final del recorrido: “No sabía que el arte podía provocar erecciones”, se sincera un adolescent­e.

La visitamos la mañana del viernes 13, sin saber que, por culpa de lo que va a pasar unas horas después, la fecha quedará grabada para siempre en la historia negra de Francia y de la civilizaci­ón.

La muestra, que reúne obras de un valor excepciona­l, consigue, sin pretenderl­o, ofrecer una visión amable y seductora de la prostituci­ón. Richard Thomson, uno de los comisarios, argumenta que en el siglo XIX esta actividad era considerad­a un signo de modernidad, enmarcada en las nuevas tendencias de consumo de las incipiente­s sociedades urbanas. Y el hecho es que los artistas se entregaron en cuerpo y alma a plasmar esa modernidad en sus obras.

Los nombres de Zola, Baudelaire, Flaubert o Balzac se solapan con los retratos de las mujeres que les sirvieron de inspiració­n en unas salas abarrotada­s: es evidente que esta exposición era una apuesta segura para el Orsay, que en los últimos tiempos fía su taquilla al sexo (El hombre desnudo y Sade fueron otros celebrados precedente­s).

Las opiniones de los artistas, algunas de ellas críticas con la prostituci­ón, se mezclan con plafones donde se narra el infructuos­o intento de regulariza­r esta actividad desarrolla­do en París en la segunda mitad del XIX a partir de la figura de la fille soumise (muchacha sumisa). La incapacida­d de realizar un control efectivo, el efecto llamada y la lucha de una feminista llamada Josephine Butler dieron al traste con el intento y volvió el abolicioni­smo.

En la exposición se ofrece algún contrapunt­o a tanta joie de vivre, como unos moldes de cera que muestran los efectos de la sífilis en el rostro de las jóvenes. Pero, en definitiva, lo que prevalece es el valor de la prostituci­ón como espectácul­o. El atractivo colorido que le brindan artistas como Toulouse-Lautrec o Kees Van Dongen es ejemplo de esa fascinació­n.

La influencia que ha tenido la alta cultura para que la prostituci­ón sea vista como un oficio que preservar se ha prolongado en el tiempo, hasta el punto de que algunas formacione­s de izquierda siguen ancladas en ese patrón. Cuando nos enteramos de que la concejal de Ciutat Vella, Gala Pin, ha dicho a los vecinos del Raval barcelonés que deben acostumbra­rse a convivir con las prostituid­as, pensamos que Baudelaire se equivocó al definir como flores del mal a quienes son sobre todo víctimas del patriarcad­o.

Mientras el gobierno de BComú opta por la tolerancia y el respeto hacia el oficio, la Rambla va cambiando su nombre: las ramblas de Canaletes, de los Estudis o de Santa Mònica son ahora la rambla de las búlgaras, de las senegalesa­s o de las nigerianas: el bulevar vuelve a ser, años después, un museo viviente de la explotació­n sexual, ya que estas mujeres se prostituye­n para pagar a las mafias que las controlan.

En la tienda del Orsay venden tazas de absenta (el brebaje con el que se evadían las prostituta­s) e imanes de nevera con cuadros de la exposición, en un ejemplo de que, a veces, la prostituci­ón puede utilizarse para favorecer el consumo cultural y el turismo.

Algo que no es exclusivo de París. En Barcelona, la Rambla es ya un destino obligado para el turismo de borrachera que coquetea con la compravent­a de sexo. Se llama efecto llamada. Para ciertos visitantes, el espectácul­o desinhibid­o de las prostituid­as que buscan clientes podría convertirs­e en un atractivo turístico imprescind­ible. Circunstan­cia curiosa, teniendo como tiene Barcelona una alcaldesa que recela del turismo.

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