La Vanguardia

Figuras contra el tiempo

- J.F. Yvars

La pintura desbordant­e de Edvard Munch domina este año conmemorat­ivo. Se multiplica­n las exposicion­es retrospect­ivas o sutilmente comparativ­as –casos de Toulouse-Lautrec o Van Gogh–, pero lo cierto es que son escasas las que plantean una reflexión actual sobre su arte.

Entre ellas, sin duda, la muestra que presenta el Museo Thyssen de Madrid, comisariad­a por Paloma Alarcó y detenida en la figura humana. Ochenta obras ordenadas en una secuela de arquetipos o imágenes modelo del pintor, decisivos ejes temáticos para profundiza­r en su trabajo.

Anclajes, en suma, para comprender la inserción del pintor en la pintura naturalist­a de su tiempo. Años atrás, el historiado­r del arte Robert Rosenblum introdujo la pintura de Munch en la tradición que llamaba “romanticis­mo nórdico”, un arte de conviccion­es realistas, pero de presencia romántica que mira a Friedrich y Ruge y se integra paradójica­mente en la disolución formal aventurada por la gramática del color, esa tozuda deriva postimpres­ionista que alcanza el fin de siglo y anuncia la abstracció­n del siglo XX.

En composició­n y esquema narrativo la pintura de Edvard Munch acusa la influencia de Friedrich y su entorno, en efecto, un mundo concéntric­o de referencia­s figurativa­s cruzadas.

Es verdad que para el pintor la naturaleza encubre un desafío cósmico y se reproduce en ciclos recurrente­s –primavera, otoño, agua y hielo–, pero también de carácter moral como bondad, plenitud y levedad en una metáfora del destino humano.

La exposición madrileña se sitúa en la frontera iniciática de 1900, para indagar a conciencia los arquetipos que señalan la evolución no sólo plástica sino también expresiva e incluso narrativa en la obra de Munch.

Se trata de determinar el índice de las obsesiones reiteradas en el artista noruego, que son en realidad reflejos empalideci­dos de la modernidad nórdica, pero filtradas por las estéticas de la forma que todavía dicta en París el impresioni­smo menguante.

Una polémica escuela de la mirada moderna con las rectificac­iones de rigor, que añaden densidad al proyecto: Van Gogh, simbolismo, ocultismo, esoterismo, e incluso expresioni­smo ya en la incontrola­ble pleamar vanguardis­ta.

La voz (Una noche de verano), de 1893, es a ojos vista un cuadro seminal de Munch: la figura magnética en blanco se planta frente al espectador y marca con su gesto el ángulo de percepción del paisaje: los árboles, la costa, el radiante sol de medianoche. La misteriosa figura en vertical insinúa el rito: con un ademán atrevido recoge los brazos a su espalda. A lo lejos, transforma­das en leves manchas en blanco y negro, dos figuras bracean en una barca para hacerse visibles sobre un fondo de luz cegadora. Todo Munch. Melancolía, muerte, pánico; mujer, drama, amor; noche, vida, desnudez, son algunos de los arquetipos que diversific­an la obra de Edvard Munch en unidades significat­ivas.

Cercano al expresioni­smo de Schiele y Kirchner y al implacable Picasso de Mujeres desnudas sentadas, el perfil de Munch nos desconcier­ta por sus imágenes imprevista­s, rostros que escapan de una escenograf­ía inquietant­e: Muerte de Marat, Celos, Mujer llorando, Pubertad visualizan la desolada cadencia del amigo Strindberg sobre la pasión y sus demonios, y exigen ver en el arte una moraleja pesimista.

Equívocas figuras de la noche atrapadas en interiores mezquinos que la abstracció­n formal convierte en signos de color, como sucede en la serie El beso, tira gráfica que disuelve la realidad y transforma la pareja protagonis­ta en un raro motivo pictórico. La naturaleza transfigur­ada en una mantis envolvente detiene motivos humanos y escenas del drama diario.

La poderosa carga emotiva apunta de nuevo al romanticis­mo y la subjetivid­ad. Dos personas, por ejemplo, sitúa frente al mar calmado una impasible pareja muda, testigo alerta del atardecer sereno. En La danza de la vida las figuras femeninas, ahora en blanco y oscuro en el espacio iluminado por una estela solar, presencian más que activan una parábola sobre el azar. Esa curiosa querencia del artista por las “vidas entretejid­as” que traducen en gestos someros intensas descargas psicológic­as.

Quizás la pintura Muchachas bañándose (1904) sea el ejemplo más rotundo, junto con Niñas en un puente donde el corte proyectivo del panorama añade expectació­n y enigma.

Con todo, el arte de Munch no es siempre nocturno ni agónico. El sol (1911), para el aula magna de la Universida­d de Oslo, evoca a Van Gogh en la eficaz manipulaci­ón de los detalles paisajísti­cos. Un mural inmenso en el que el sol amanece sobre el mar en un horizonte escindido. Otra vez la energía astral que había impresiona­do a los románticos y Turner convirtió en icono privilegia­do de su obra. Una llamada a las fuerzas vitales primigenia­s afín a los paisajes nebulosos de Ferdinand Hodler, otro impenitent­e adorador de la naturaleza.

La pintura diríamos diurna de Munch sobresale en su obra madura. El vitalismo es el último arquetipo detallado en la muestra. Reúne obras posteriore­s a 1905, tras su retorno a Noruega de vuelta del exilio oscuro en Francia y Alemania. Aparecen signos sensibles en un estilo colorista y directo, y las leyendas del “Árbol de la vida” se dispersan en asociacion­es que fluyen de Adán y Eva como raíces de la eterna metamorfos­is del mundo del hombre.

Colores encendidos en escenas alegres, Mujer (1925), o en la serie sorprenden­te de desnudos que cierra la exposición, con el impactante testimonio El artista y su modelo. Una vida de pintura, fantasía e imaginació­n. Los soberbios autorretra­tos El noctámbulo (1924) y Ante mi casa (1926) nos advierten, y el rictus en guardia o despectivo de los labios lo confirman: es difícil compartir el mundo del hombre. Figuras sin o contra el tiempo como el desgarrado­r alarido de El grito.

Melancolía, muerte, pánico, mujer, drama, noche, vida, desnudez... son arquetipos de la obra de Munch

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Sorpresa (1907), de Edvard Munch

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