La Vanguardia

‘Fluctuat’

- Imma Monsó

Pocas horas después del atentado del viernes, Pauline se dirigía a su casa procedente de la zona de los hechos caminando por las calles desiertas de París cuando fue intercepta­da por un periodista que le preguntó por qué desafiaba el toque de queda. Con la mirada luminosa y retadora, la joven dijo: “No tengo miedo. No pienso alterar mis planes. Ya sucedió en enero y hay que seguir”. Confieso que me sorprendió la precocidad de Pauline para librarse del miedo (casi todos los entrevista­dos estaban en estado de shock esa madrugada), pero lo cierto es que, en cuestión de pocos días, todos (los no directamen­te afectados por el atentado) estaremos sintiendo lo mismo: la conmoción pierde fuerza (aunque los medios franceses son tremendame­nte perseveran­tes en el recuerdo de lo que merece ser recordado), y el olvido lima las aristas más espeluznan­tes del horror.

Ya hemos vivido otras veces ese ciclo: terror, consternac­ión, hábito, hastío. Si el terror se convierte en la norma y no en la excepción (lo dijo uno de esos siniestros activistas del EI en el primer vídeo reivindica­tivo del sábado: “Tendréis miedo de ir al mercado cada día”, como por cierto lo tiene a diario la población en Siria, Iraq o Afganistán), en ese caso no habrá olvido posible. Ahora bien, queda la posibilida­d de que sigamos como hasta ahora: que el horror sólo se repita de vez en cuando. Y eso es quizá peor, porque entonces el conflicto corre el peligro de eternizars­e: cuando los ejecutores se toman su tiempo entre atentado y atentado, las potenciale­s víctimas se distraen y olvidan.

Como los gobiernos actúan a expensas de los olvidos de la población y de las encuestas que dicen que “ahora nos preocupa más el terrorismo, y ayer nos preocupaba más el paro o la independen­cia”, quizá seamos nosotros quienes debamos hacer un esfuerzo por no olvidar que este es nuestro mayor problema y no otros, y exigir que se desmenuce el conflicto atendiendo a todas sus vertientes: desde las más cotidianas (como la prevención de la radicaliza­ción de los jóvenes o el trato a los refugiados), hasta las más difíciles de desenmasca­rar, como la hipocresía de nuestros gobiernos en sus relaciones con las monarquías del Golfo y con el tráfico de armas.

Fluctuat nec mergitur es el bello lema del blasón de París, significa “las olas te embisten pero no te hunden”, y a ese lema se agarran ahora los parisinos y nos agarramos todos. Pero la realidad es que nuestra civilizaci­ón, sofisticad­a, acomodada y decadente, es demasiado frágil como para mantener tanto optimismo. Está bien librarse del temor paralizant­e y salir a la calle, faltaría más, pero ni por un momento hemos de olvidar (una vez el recuerdo de los atentados se vaya esfumando) que estamos inmersos en una guerra atroz en la que lo peor puede estar por venir.

Está bien librarse del temor paralizant­e y salir a la calle, pero no hemos de olvidar: ambas cosas han de ser posibles

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