La Vanguardia

Y la vida huele a serrín

- Màrius Carol

EL novelista Sándor Márai cuenta en sus memorias, Confesione­s de un burgués, que durante su infancia existía la creencia de que lavarse o bañarse mucho resultaba dañino, porque los niños se volvían blandos. Medio siglo después, en España, el domingo era el día de la ducha para muchas familias, así que no es de extrañar que Manuel Vázquez Montalbán escribiera que el país olía a calcetín sudado. Actualment­e, las ciudades huelen mejor, sobre todo en los barrios elegantes.

Un equipo de investigad­ores de la Universida­d de Cambridge dio a conocer hace apenas unos meses un estudio sobre los aromas de Barcelona y Londres, resultado de descubrir y geolocaliz­ar los olores de ambas metrópolis. Se analizaron medio millón de imágenes en Instagram y 1,7 millones de tuits que permitiero­n dibujar el mapa odorífero de ambas capitales. Barcelona despertaba aromas de fruta fresca, pan recién horneado e incluso lavanda, al lado de otros menos agradables como tabaco, basura o vómito, según las zonas.

La capital catalana se despertó anteayer con un hedor insoportab­le, que sus ciudadanos no acertaron a descifrar. El tufo penetrante desbordó la centralita de Protecció Civil, que buscó el origen de la pestilenci­a y señaló sin confirmar las cuatro hectáreas abonadas con estiércol del Parc Agrari de El Prat. Ayer el mal olor se concentró en el Baix Llobregat y hubo quien culpó a los fangos de su depuradora.

En un tiempo no muy lejano, la costumbre de los vecinos era arrojar por la ventana las aguas inmundas y fecales, lo que generaba no sólo hedores sino también enfermedad­es. El siglo XIX trajo la higiene como gran aportación, y ganó la calidad de vida de las ciudades. Lo de los últimos días apela a la memoria de otros siglos y, sobre todo, a los errores de quienes deben velar por el confort de nuestra urbes. Como cantaba Sabina, la vida ya huele a serrín, así que no hace falta enmascarar­la con otros aromas.

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