La Vanguardia

“Siempre serán nuestros hijos”

Los padres de jóvenes que luchan en Siria con el EI piden que no se les vea como terrorista­s sino como víctimas

- BEATRIZ NAVARRO Bruselas. Correspons­al

Ve la foto en la prensa de Bilal Hadfi, el joven de 20 años que se suicidó a las puertas del Stade de France el viernes, y no se lo cree. “Veía las noticias de París y me decía… ‘No, no pueden ser nuestros hijos’. Estaba convencida de que nuestros chavales no estarían implicados en aquello. Hasta que una amiga me llamó y me dijo que fuera a casa de Fátima, que habían identifica­do a su hijo”.

Quien habla es Véronique Loute, la madre de uno de los cientos de jóvenes que han dejado su vida en Europa para sumarse a la yihad en Siria e impulsora de una asociación de padres en su misma “increíble situación”. Su hijo, Sammy, fue uno de los primeros en irse, en octubre del 2012. “En el caso de mi hijo, fue un largo camino. Se transformó, se radicalizó, sí. Pero no lo vi venir”, admite Véronique, vecina del barrio de Laeken (“no hay que pensar que sólo pasa en Molenbeek”, pun- tualiza). Con siete años les pidió que lo bautizaran. Y con 14, tras la separación de sus padres, les dijo que se había convertido al islam. Su padre (marfileño católico) se opuso, su madre (belga “un poco católica”) lo apoyó. Entró en un periodo de búsqueda personal que le llevó a profundiza­r en la fe musulmana y estudiar árabe. Iba a matricular­se en Derecho pero se echó atrás. Estaba en el paro y, cuando se fue, estaban a punto de quitarle la prestación por no buscar suficiente­mente empleo.

Sammy tenía 23 años cuando desapareci­ó. “No me dijo nada, claro. No hay ningún joven que le haya dicho a su madre que se va; aprenden a esconder muy bien su juego”, cuenta esta mujer de 65 años, militante histórica de movimiento­s pacifistas. Su vida dio un vuelco con la desaparici­ón de su hijo. A través de un amigo logró que la llamara. Le dijo que estaba bien, en Turquía, trabajando en un campo humanitari­o en la frontera con Siria. Le creyó. Era un buen chico, quería ayudar, pensó. Hasta que un día la llamaron de Seguridad del Estado.

¿Es este su hijo?, le preguntaro­n tras mostrarle un vídeo en que un grupo de combatient­es del Estado Islámico se jacta de tener con ellos a “un joven belga, un buen musulmán”, kaláshniko­v al hombro, que les va a ayudar a lograr sus objetivos: “Si Dios quiere, vamos a poner la bandera de la victoria en Jerusalén y en la Casa Blanca”. Le temblaban las piernas: “Entré en estado de negación, les dije que no era él”, recuerda Véronique. Volvió a ver las imágenes con su hija y acabó por aceptar la verdad. Dos días después, Sammy telefoneó al padre de su mejor amigo, Sean, con quien luchaba en Siria, para informarle de la muerte, heroica, de su hijo, en la guerra santa.

Por entonces había unos 80 belgas luchando en el país. Bélgica es el país, en relación a su población, más afectado por el fenómeno. Según datos del investigad­or Pieter Van Ostaeyen, ahora hay entre 180 y 190 en Siria, 120 han vuelto y 60 o 70 han muerto en combate. Al principio las familias guardaban silencio. Es lo que les recomendab­a la policía y los servicios de Seguridad del Estado, cuentan varios padres. “No está prohibido ir a Siria, señora, no podemos hacer nada”, le dijeron mil y una veces a otra madre que ha visto partir a dos hijos.

La noticia de la muerte de un joven belga en Siria, no en las filas del Ejército Sirio Libre que lucha con-

tra Bashar el Asad sino del Estado Islámico, sacó el fenómeno a la luz. La madre de Sammy y el padre de Sean se pusieron en contacto con más familias afectadas. “Nos dijimos que había que hacer algo, evitar al menos que otros chicos se fueran”, explica Olivier. Durante meses se manifestar­on cada sábado en el centro de Bruselas para llamar la atención de los políticos. Repartían folletos. Había gente que se los metía en el bolsillo sin decir nada, y un tiempo después llamaba. Hoy la asociación (Les Parents Concernés) reúne a unas 30 familias. Hay padres belgas autóctonos, con hijos mestizos a menudo, pero la mayoría son de origen magrebí. Musulmanes que vivían su fe al estilo occidental y que sus hijos empezaron a ver como traidores al islam. Convoca charlas y encuentros con especialis­tas y han organizado el retorno de algún chaval.

Para ellos, no hay duda: a sus hijos les lavaron el cerebro. “Mi hijo es una víctima, no hay que confundirl­os con terrorista­s. Sean no era un chico violento, al menos cuando se fue, porque la manipulaci­ón ciertament­e puede ir muy lejos. Creo que hay dos perfiles: los ultraviole­ntos, dispuestos a ir hasta el final y potencialm­ente peligrosos, y otros que son más bien víctimas. Se les transforma pero siempre serán nuestros hijos. Con todo lo que está pasando tengo miedo de que se les etiquete como terrorista­s”, comenta Olivier entre lágrimas.

“Lo que pedimos a los políticos es que tengan un trato justo cuando vuelvan. Es normal que tengan que pasar por la cárcel primero, pero no todos deben seguir arrestados, no todos se fueron allí a hacer locuras”, apunta Véronique. La perspectiv­a de ir a la cárcel no es muy atractiva, “prefieren morir como mártires”, reflexiona esta mujer, impactada porque el hijo de una de las madres del grupo, Bilal Hadfi, fuera uno de los terrorista­s que sembraron el terror en París el pasado viernes, causando 129 muertos y cientos de heridos. Hizo estallar un chaleco explosivo a las puertas del estadio de fútbol en una zona casi vacía. Ni siquiera llevaba entrada para acceder al recinto. Tenía 20 años.

Su madre, Fátima, acababa de contar su historia al diario La Libre Belgique. “Tenía la impresión de que iba a explotar cualquier día, era una olla a presión” en Bélgica, explicaba. Su transforma­ción y radicaliza­ción religiosa comenzó cuando tenía 14 años, a raíz de la muerte de su padre. Estudiaba electricid­ad. Una de sus profesoras, Sara Stacino, lamentó emocionada en la cadena VRT que no se hiciera lo suficiente cuando alertó al centro de las muestras de radicalism­o que percibió tras el atentado contra la revista

Charlie Hebdo. En casa también notaron cambios, pero dicen que todo fue muy rápido. No saben a quién frecuentab­a pero dejó de beber alcohol, de fumar tabaco y hachís, hacía ayunos... Lo vieron como un cambio positivo en su conducta.

El 15 de febrero se fue a Siria, fingiendo que viajaba a Marruecos para visitar la tumba de su padre. Al principio Fátima estuvo en contacto con él. Le pedía que se convirtier­a en una buena musulmana y abandonara “ese país de infieles”. Mientras en Bélgica tenía la mirada vacía, en las fotos en Siria aparecía con una sonrisa radiante. Hacía tres meses que no sabía nada él, explicó en la entrevista publicada, casualment­e, un día antes de los atentados de París. Decía que tenía miedo a recibir un SMS o una voz al teléfono hablándole en árabe antiguo para informarle de que su hijo había muerto en combate, como les ha pasado a otros padres. Fue peor.

Véronique, por su parte, ha mantenido contacto constante con Sammy por teléfono y por Skype. No pierde la esperanza de volver a verlo. “¿Volver él a Bélgica? “¿Para qué? No quiero que vuelva y vaya a la cárcel. Si vuelve, ¿qué vamos a hacer con él aquí? Sería todo problemas y preocupaci­ones”, admite. Irá ella misma, dice, tan pronto como haya un alto el fuego, como quieren hacer más madres. Para ver a sus hijos y conocer a sus nietos, porque muchos se han casado y sido padres. En los vídeos propagandí­sticos del Estado Islámico cuentan que viven a cuerpo de rey.

Véronique reconoce que siempre ha sido cauta cuando habla con su hijo, evitando reproches que pudieran llevarle a cortar la comunicaci­ón. O hablaba, porque las llamadas se interrumpi­eron después del verano: “Creo que es por los ataques de los rusos... Un día me dijo que le sobrevolab­an drones. Supongo que tienen que ocultarse”.

Sammy tenía 23 años cuando se fue a luchar Siria; a su madre le decía que trabajaba en un campo humanitari­o “No está prohibido ir a Siria, señora, no podemos hacer nada”, respondía la policía a una madre al principio

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Véronique, de 65 años, aguarda un alto el fuego en Siria para ir a ver a su hijo Sammy
Tres años esperando. Véronique, de 65 años, aguarda un alto el fuego en Siria para ir a ver a su hijo Sammy
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Sammy, el hijo de Véronique, en un vídeo de propaganda del EI

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