La Vanguardia

40 AÑOS Las dos muertes de Francisco Franco

El fallecimie­nto del dictador abrió paso a la democracia en España, que ahora cumple cuatro décadas

- FERNANDO ÓNEGA Madrid

Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España por la Gracia de Dios, según decían las monedas, Generalísi­mo de los Ejércitos, jefe del Estado español durante cuarenta años, tuvo su primera muerte, la política, el 27 de septiembre de 1975. Ese día, al alba, como cantó Luis Eduardo Aute, fueron fusilados los luchadores antifranqu­istas José Humberto Baena, José Luis Sánchez Bravo, Ramón García Sanz, Juan Paredes Manot y Ángel Otaegui. Los tres primeros, militantes del FRAP. Los dos segundos, de ETA político-militar. A otros seis condenados a morir por tribunales militares constituid­os en consejos de guerra se les conmutó la pena capital.

Cuarenta años después, el periodista Carlos Fonseca logró recuperar las cartas de los ajusticiad­os a sus familias. Una de ellas comenzaba así: “Papá, mamá: me ejecutarán mañana de mañana. Quiero daros ánimos. Pensad que yo muero, pero la vida sigue…” Aquel amanecer, algunos periodista­s, entre ellos Miguel Ángel Aguilar, intentaron acercarse a uno de los escenarios de las ejecucione­s, Hoyo de Manzanares, provincia de Madrid, pero sólo pudieron oír las descargas. El cura de Hoyo contaría después que los piquetes estaban formados por policías y guardias civiles. Otros guardias, bastantes borrachos, llegaron en autobuses para jalear las ejecucione­s. Como uno de los fusilados todavía respiraba al darle la extremaunc­ión, un teniente lo remató con un tiro de gracia.

Aquel día de la ignominia Francisco Franco Bahamonde murió por primera vez a los ojos y a los sentimient­os del mundo, sin escuchar las peticiones de clemencia del papa Pablo VI, las protestas de los colegios de abogados, la huelga general del País Vasco y los paros en el resto de la nación. Si Franco había sido un dictador, ahora era un dictador cruel que, además, no escuchó las peticiones de clemencia. Era el último capítulo del “César visionario” que Francisco Umbral había descrito así: “En un Burgos salmantino de tedio y plateresco, en una Salamanca burgalesa de plata fría, Francisco Franco Bahamonde, dictador de mesa camilla, merienda chocolate y firma sentencias de muerte”.

Después, el primer ministro sueco Olof Palme salió a las calles a pedir con una hucha ayuda económica para las familias de las víctimas, imagen que fue ridiculiza­da por la prensa español de la época. El presidente mexicano Echeverría pidió la expulsión de España de las Naciones Unidas. Hay una iniciativa de la OTAN que invita a sus miembros a rechazar cualquier aproximaci­ón a España. Varios países occidental­es retiraron o llamaron a sus embajadore­s. La Comunidad Económica Europea suspendió sus negociacio­nes con España. La Confederac­ión Europea de Sindicatos Libres convocó manifestac­iones. La embajada de España en Lisboa fue incendiada y muchas otras fueron atacadas por manifestan­tes. Sólo Estados Unidos acudió a su vieja fórmula diplomátic­a del “asunto interno español”. Salvo esa tibia excepción, el franquismo se enfrentaba otra vez a la soledad internacio­nal.

Franco y sus equipos percibiero­n esa muerte política. Según el historiado­r Pau Casanellas, “la dictadura, lejos de liberaliza­rse, se cerró en sus últimos compases sobre sí misma”. Por eso intentó una resurrecci­ón provisiona­l convocando a los fieles a la plaza de Oriente, escenario de viejas aclamacion­es. Hubo mucha gente, según la versión del diario ABC del 2 de octubre de 1975: “Masiva adhesión a Franco. Los manifestan­tes repudiaron el terrorismo y la campaña antiespaño­la”. Pero fue una resurrecci­ón efímera. El estado de salud del Caudillo ya había lanzado sus primeros avisos de merodeo de la Parca. La foto del viejo Franco en el balcón del palacio de Oriente saludando con las manos entrelazad­as al gentío que le aclamaba fue reproducid­a posteriorm­ente con un sentimenta­l “Adiós, España”.

(La crónica abre aquí un paréntesis para dejar constancia de que posiblemen­te fue en esas fechas cuando Juan Carlos de Borbón y Borbón, todavía Príncipe de España, empezó a despertase sobresalta­do por las noches. Le asaltaba una pesadilla que, según confesó años después a este cronista, le quitaba el sueño. Esa pesadilla era que, como iba a tener los mismos poderes que Franco, un día le pasaban a la firma una sentencia de pena de muerte. “No la hubiera firmado nunca, pero la simple posibilida­d era terrorífic­a”. Sufrió esa pesadilla hasta el mismo día en que los redactores de la Constituci­ón abolieron la pena capital).

El “adiós, España” se venía redactando desde hacía varios años. Sobre todo desde el comienzo de la década de los setenta, en que Franco empezó a mostrar signos evidentes de decadencia y debilidad física. Lo que ocurres es que quienes le veían eran sus fieles y considerab­an una herejía contarlo. Tuvo que venir en el año 1971 el general americano Vernon A. Walters, alto mando de la CIA y, después de entrevista­rse con él, confesó que había encontrado al jefe del Estado español “viejo y débil” y con grandes temblores en su mano izquierda. La oposición política española, que se trataba de organizar para el futuro, no tenía conciencia de ese deterioro. La empezó a tener a partir del episodio de la trombofleb­itis de 1974, según se desprende del testimonio del socialista José Federico de Carvajal: “A finales de aquel año estábamos plenamente convencido­s de que el régimen instaurado por las armas en 1939 estaba llegando a su fin”.

Esa intuición de un final próximo del régimen y de su titular activó los movimiento­s de la llamada “oposición democrátic­a”. Nadie en sus cabales pensaba en derrocarlo, pero todo el mundo empezó a tomar posiciones. Se movió la Iglesia, y muchos templos comenzaron a ser lugares de cobijo y reunión de los demócratas. Políticos de los primeros gobiernos de la democracia, como Narcís Serra, salieron de esos colectivos de cristianos de base o cristianos por el socialismo. Se movió la universida­d, agitada desde la década a los sesenta. Se movió el mundo laboral con el florecimie­nto singular de las Comisiones Obreras, que se tuvo que enfrentar a juicios como el “Proceso 1001”. Se movieron las organizaci­ones todavía clandestin­as, como la Junta Democrátic­a, la Plataforma de Convergenc­ia Democrátic­a, la “Platajunta”, la Asamblea de Catalunya o el Reagrupame­nt Sicialista i Democratic de Catalunya. Se movieron los partidos de nombres tradiciona­les, con especial vitalidad de los demócratas cristianos. Apareció en escena Felipe González y su refundació­n del PSOE. Inició sus actividade­s la UMD (Unión Militar democrátic­a, cuyos miembros estaban en la cárcel cuando Franco muere. Hubo una auténtica floración de siglas de izquierda radical, dividida entre maoístas prochinos, comunistas, eurocomuni­stas y un sinfín de subdivisio­nes. Apareciero­n organizaci­ones como la ORT (Organizaci­ón Revolucion­aria de Trabajador­es) o el MCE (Movimiento Comunista de España). En la obra de Fernando Jáuregui y Pedro Vega “Crónica del antifranqu­ismo” aparecen un total de 104 siglas. La mayoría de ellas no sólo no pasaron nunca por el Registro de Asociacion­es Políticas. Sus promotores y activistas pasaron, en cambio, por el Tribunal de Orden Público y por los calabozos de la dirección general de Seguridad.

Las estructura­s del régimen también trataron de acomodarse al futuro que abriría tarde o temprano la desaparici­ón de su fundador. La revista SP había lanzado la arriesgada pregunta, descarada por la época “Después de Franco, “que?” y se respondió con generalida­des como “Después de Franco, las institucio­nes”. Se trató de crear un mecanismo institucio­nal llamado “asociacion­es políticas” que nunca llegaron a funcionar porque las adictas al sistema no tenían credibilid­ad y las no adictas no tenían el menor interés en ser incluidas en el mecano del franquismo. Fenecieron antes de nacer.

Y así se llega políticame­nte a la recta final; a la gran agonía de Francisco Franco. Primer síntoma, el 12 de octubre. Después de los actos del día de la Raza, primeros síntomas de gripe o algo parecido. Cinco días después, el último Consejo de Ministros que presidió. Su debilidad le impide estar más de veinte minutos. Ya es la enfermedad final. Es atendido en El Pardo por “el equipo médico habitual”. Se le hace una intervenci­ón quirúrgica, mientras los médicos informan en su partes de su gravedad. El príncipe Juan Carlos se hace cargo por segunda vez de la jefatura del Estado. No quería, sólo quería ser jefe de estado efectivo, pero se impone el sentido del deber. Así lo dice al Consejo de Ministros que preside el 31 de octubre: “Una vez más el sentido del deber me impone hacerme cargo de la jefatura del Estado”.

La sensación externa, dentro de la escasa informació­n de los partes médicos, es que Franco agoniza. Ante el palacio de El Pardo se concentran periodista­s y público que no quiere perder el momento histórico. Dentro del palacio, doña Carmen empieza a sentir su viudedad. El marqués de Villaverde hace cálculos porque necesita que Franco viva hasta el 26 de noviembre, fecha en que hay que renovar al presidente de las Cortes y el franquismo quiere un franquista como Alejandro Rodríguez de Valcárcel. Los soldados del regimiento se ofrecen para dar sangre al jefe supremo de los ejércitos, muy debilitado por la intervenci­ón quirúrgica.

Don Juan Carlos hace sus segundas prácticas de jefe de Estado. Domina bien el escenario interior, sabe cómo transmitir tranquilid­ad, pero salta lo imprevisto: el astuto

LA MUERTE POLÍTICA Con los fusilamien­tos del 27 de septiembre de 1975, Franco murió a los ojos del mundo LA MUERTE FÍSICA El Consejo de Ministros del 17 de octubre evidencia que es la enfermedad final LA AGONÍA Nunca se explicó debidament­e por qué se le mantuvo tanto con vida LA DICTADURA Hubo censura, cárcel, exilio, fusilamien­tos, y, aún hoy, cadáveres en las cunetas

Hassan II, rey de Marruecos, pulsa la debilidad del Estado español y organiza la marcha verde sobre el Sáhara. El príncipe pide la ayuda de Kissinger a través de Manuel Prado y Colón de Carvajal y a espaldas del Ministerio de Asuntos Exteriores, con profundo desagrado del ministro Cortina por esta “diplomacia paralela” de La Zarzuela y que tanto había practicado el futuro rey por la falta de apoyo de las estructura­s oficiales. Por la decisión del rey, por el apoyo de Estados Unidos o por necesidade­s de intendenci­a, la

marcha verde retrocedió desde Agadir hasta Tarfaya.

Y la gran sorpresa: don Juan Carlos se presenta en el Sahara a ponerse al frente de las tropas españolas, aunque sólo fuese para darles moral. No quería un ejército que se sintiera huérfano mientras el jefe del Estado agonizaba. Con aquel gesto el futuro rey no sólo ganó la confianza de los militares y de gran parte de los ciudadanos. Increíblem­ente ganó el respeto de Hasan II, y sí se lo hizo saber, según le contó a este cronista casi cuarenta años después. Las Cortes aprueban el Proyecto de Descoloniz­ación del Territorio Autónomo del Sáhara. El problema, prolongado hasta nuestros días, se convierte en internacio­nal.

Finalmente, el 7 de noviembre Franco es trasladado a la Ciudad Sanitaria La Paz de Madrid. Tiene que ser operado nuevamente y ya nadie apuesta por su vida. Los partes del “equipo médico habitual” no suscitan ninguna esperanza de removimien­tos cuperación. Se habla de “nuevas y múltiples ulceracion­es en el estómago que le hacen sangrar profusamen­te”. Es lo que se llamó después la “lenta y dolorosa agonía”.

Fuera de la clínica, el gobierno, bajo la batuta de don Juan Carlos, trata de aparentar normalidad y toma decisiones, alguna tan singular como la creación de una comisión para un régimen especial de las provincias de Vizcaya y Gipuzkoa, las antiguas “provincias traidoras”. Y está en marcha la operación Lucero con múltiples finalidade­s: garantizar el orden si se produce la defunción del Caudillo, preparar toda la parafernal­ia del entierro y, de paso, detener a todos los “rojos” sospechoso­s de preparar acciones subversiva­s. Unos cuantos, y de nombres sonoros, durmieron aquellas noches en calabozos.

España, mientras tanto, espera con ansiedad el desenlace. No hay que se puedan calificar, según el lenguaje oficial de la época, como “subversivo­s”, sin duda por el despliegue de las cuerpos y fuerzas de seguridad, en estado de alerta. Pero sí hay tomas de posición públicas, más o menos veladas y todavía marcadas por el miedo y la autocensur­a. Ha vuelto Fraga, uno de los deseados de la época, y escribe artículos. Estallan los primeros conflictos entre el futuro rey y el presidente Arias Navarro. Y se mueven los militares más leales, los del búnker, a quienes nunca han gustado los contactos del príncipe.

Según cuentan las crónicas, a medida que se pierde la esperanza de recuperaci­ón del Generalísi­mo, se intensific­an las plegarias. Se reza por la salud del enfermo en multitud de templos, según la informacio­nes oficiales. A La Paz se hacen llegar reliquias de santos de las que se espera que hagan el milagro. Enreveló tre los objetos milagrosos, una mantilla de la Virgen de la O.

Pero las oraciones no funcionan. Los partes médicos insisten en la gravedad. El día 19 de noviembre las escasísima­s informacio­nes que captan los periodista­s hablan de situación desesperad­a. La vida de Franco se está sosteniend­o de forma artificial. Una foto que publicaría después Intervíu, al parecer hecha por el marqués de Villaverde, la crueldad de la agonía. Nunca se explicó debidament­e por qué se le mantuvo tanto tiempo con vida. La hora oficial de la defunción fue a las 5.25 del 20 de noviembre, aunque hay datos de que fue a las 3.40. El parte final decía: “Enfermedad de Parkinson. Cardiopatí­a isquémica con infarto agudo de miocardio arterosept­al y de cara diafragmát­ica. Úlceras digestivas aguas recidivant­es con hemorragia­s masivas reiteradas. Peritoniti­s bacteriana. Fracaso renal agudo. Trombofleb­itis ileofemora­l izquierda. Bronconeum­onía bilateral aspirativa. Choque endotóxico. Parada cardiaca”.

Esos fueron los sufrimient­os que causaron la segunda y definitiva muerte de Franco. Con el acta de defunción se escribía el último capítulo de una historia que había durado cuarenta años; una “longa noite de pedra”, en descripció­n de un poeta gallego; la etapa más triste del tiempo contemporá­neo, según la mayoría de los historiado­res; la época en que España empezó a conocer la prosperida­d y el nacimiento de las clases medias, según los análisis más favorables. Y, desde luego, una dictadura con todos sus instrument­os: represión, censura, cárcel, exilio, fusilamien­tos y lo que cuarenta años después no hemos conseguido resolver: los cadáveres en las cunetas.

Cuando el cadáver de Franco se expuso en el Palacio Real para recibir la despedida de los ciudadanos, desfilaron miles de personas. Hubo de todo: fieles a la memoria del

Caudillo, curiosos que querían ver a un personaje histórico y estar en un momento histórico y gentes que al salir no tenían reparo en decir: fui a escupirle. Lo normal es concluir que dejó una España dividida entre partidario­s y ciudadanos que nunca le quisieron perdonar. Hoy, cuarenta años después, todavía quedan restos del llamado franquismo sociológic­o. Alfonso Guerra cree que es un fenómeno que tardaremos un siglo en superar.

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“Españoles, Franco ha muerto”. El entonces presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, compungido, compareció en televisión el 20 de noviembre de 1975 para comunicar la muerte del dictador y leer su testamento político antes de proferir con voz...
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ARCHIVO Imagen del entierro de Francisco Franco en el Valle de los Caídos, en presencia de la familia, el gobierno franquista y la cúpula militar
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La noticia. Un teletipo de la agencia Europa Press anunció la muerte del Caudillo; después le siguió Cifra (Efe)

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