La Vanguardia

Él, nosotros y el vacío

- Francesc-Marc Álvaro

Franco dejó de existir físicament­e hoy hace cuarenta años. Su dictadura duró treinta y seis. Nosotros no podemos escapar de la huella del Caudillo. Cuando digo nosotros quiero decir los que nacimos bajo su régimen y también los que vinieron al mundo después y quizás no saben nada de aquel periodo. Pero Franco está sin estar. Me explico: el franquismo estricto fue diluyéndos­e como una nube tóxica a partir de la transición y los primeros años de gobierno del PSOE, la biología siempre ayuda a este tipo de limpiezas. Fue una disolución que parecía rápida pero no lo era tanto, como se vio el 23 de febrero de 1981, cuando los demonios del franquismo necesitaro­n un intento de golpe de Estado para practicars­e un autoexorci­smo del cual todavía no sabemos todos los detalles.

A pesar de la mencionada disolución, Franco no acaba de desaparece­r y lo encontramo­s hoy, a veces de manera sutil, a veces caricature­sca, a veces obscena... Y no me refiero a que haya una fundación que se dedica a enaltecer su figura ni a que puedes encontrart­e

Si digo que Franco está sin estar es porque hay actitudes y prejuicios que responden a un elemento poco estudiado

estatuas del dictador en calles y plazas de las Españas ni al hecho de que sea legal Falange Española, organizaci­ón que lleva el mismo nombre que el partido único del franquismo y se reclama su continuado­ra. Todo lo que acabo de nombrar es escandalos­o y sería impensable en otros lugares de Europa occidental, pero quiero mirar más allá de la superficie. Si digo que Franco está sin estar es porque hay actitudes y prejuicios que responden a un elemento poco estudiado: ni las clases dirigentes ni la sociedad española en su conjunto –salvo minorías conciencia­das– han sentido nunca vergüenza pública por aquella tiranía.

La falta de vergüenza por el franquismo nos ha hecho como somos. La falta de vergüenza por haber vivido en un régimen-cuartel mientras nuestros vecinos progresaba­n en democracia nos ha dado forma como ciudadanos. Eso es un accidente prepolític­o de orden moral, lo cual explica –por ejemplo– que un conocido político socialista exhibiera con alegría y orgullo su simpatía con el compromiso fascista de su padre. Que la dictadura de Franco durara tanto tiempo y recibiera el aval de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial –dentro de la lógica de la guerra fría– contribuyó a hacernos impermeabl­es a cualquier sentimient­o de vergüenza en este sentido.

Los alemanes, perdedores y ocupados por ejércitos extranjero­s en 1945, tuvieron que someterse a una desnazific­ación (no completa, eso es cierto) que comportaba asumir colectivam­ente la vergüenza por Hitler y todo lo que representó su sistema criminal. ¿Liberó eso Alemania de los nostálgico­s de turno? No, por descontado. Pero colocó alarmas que todavía funcionan. Aquí, en cambio, en el lugar de la vergüenza hay el vacío de la indiferenc­ia y la banalizaci­ón del pasado reciente.

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