Los Grimaldi, todos a una
Los príncipes Jaime y Gabriela debutan en el balcón, en un día de Mónaco de medio luto
Que vecinos y curiosos lo sepan: desde siempre, la misma bandera ondea sobre el mismo territorio. “Oilà cü ne toca! / Oilà cü ne garda! / Fò che cadün sace ben aiço d’aiçì/ Despoei tugiù sciü d’u nostru paise / Se ride au ventu u meme pavayun”. El himno monegasco, compuesto como marcha nacional por el notario Teófilo Bellando (1820-1903), y con letra en monegasco desde 1931, gracias a un poeta de apellido Notari –lógico en el miniestado con el suelo más caro del Mediterráneo–, resonó ayer por la mañana, bajo la ventana de palacio. Desde ese marco, los gemelos de la princesa Charlene y el príncipe Alberto II, que a sus once meses “ya caminan y empiezan a hablar”, según declaró el orgulloso padre, asistían por primera vez a la celebración de la fiesta nacional. Peculiaridad monegasca, la fecha variaba según la onomástica del príncipe de turno hasta que Alberto II decidió fijarla el 19 de noviembre, día del bienaventurado Rainiero d’Arezzo muerto en 1304 y de quien Rainiero III era devoto.
Jaime, el heredero, apareció en brazos de su padre, uniformado y con sus condecoraciones. Y Gabriela, en los de una Charlene con vestido color ciruela, como su bibi, el típico gorro de los años veinte, que no dejaba ver su nuevo corte de pelo. La esposa de Alberto regresó este lunes de su última escapada a Córcega con nueva imagen.
Habían dormido bien las criaturas: por respeto al duelo parisino fueron suprimidos los fuegos artificiales de la víspera y el espectáculo de Olivier de Benoist. Y en lugar del Te Deum que abre la misa de acción de gracias, ayer en la catedral se rezó por los muertos de París. Otro detalle: si Mónaco es el territorio más vigilado del planeta, ese control suele disimularse. No esta vez.
“El grupo de seguridad de la familia reinante está movilizado –explicó el miércoles el coronel Luc Fringant– y cuando los príncipes asomen al balcón, habrá carabineros en las alturas. Y un severo sistema de seguridad en la catedral”. Esa seguridad que al mismo tiempo, en Francia, suprimía la fiesta de las luces que congrega hasta dos millones de personas en Lyon. Y amenazaba el mercado de Navidad que Estrasburgo celebra desde 1570.
Nota de optimismo, la princesa Estefanía de rojo, con su hijo Luis Ducruet por primera vez en esta ceremonia, aunque sin Paulina, que estudia en Nueva York, ni Camila. Carlota Casiraghi, con abrigo rosa, y Carolina, siempre en Chanel, arropaban a la joven prin-
Alberto y una reaparecida Charlene presidieron los actos, junto a Carolina y Estefanía y sus hijos
cesa Alejandra. Y si la levita gris de Pierre Casiraghi hacía juego con el gris marengo del abrigo materno, las miradas las concentraba Béatrice Borromeo, ya una Grimaldi, de negro y rosa, legitimada por los pendientes de la dinastía, regalo de boda de su suegra. En fin, Andrea y Tatiana Santo Domingo se quedaron en Londres.
Tras el desfile militar hubo comida en la sala del trono en la que brilló por su ausencia Dimitri Ribolovlev, el oligarca ruso que para congraciarse con Alberto II había comprado el club de fútbol Mónaco, sin conseguir el pasaporte que ambicionaba. Ribolovlev fue im- putado, dos días antes, por un turbio asunto de tráfico de arte.
La copa de champán que recibió a los invitados en el Fórum Grimaldi, a las seis y media de la tarde, devolvió el tono festivo, sin disipar cierta solemnidad.
Según el neurólogo Boris Cyrulnik, que de niño escapó del Holocausto, la sensación que pesa sobre Francia y sus vecinos “no es miedo, sentimiento relacionado con un peligro concreto, sino angustia difusa”.
No pareció disiparla ese concentrado de violencia y pasión que es Tosca, de Puccini, la ópera que remató la jornada.