Un recuerdo en el móvil.
Confirmada la muerte de Abdelhamid Abaaoud, cerebro del ‘viernes negro’
Abaaoud, durante la yihad en Siria, en una foto que guardaba en su teléfono.
La confirmación de la muerte de Abdelhamid Abaaoud, cerebro del viernes negro, el peor atentado de la historia de Francia, ofrece a París un pequeño respiro en el dramático estrés de la última semana. Francia sigue sumida en el “principio de la tempestad” que el Estado Islámico le auguró el sábado en la delirante reivindicación de la serie de atentados que dejaron 129 muertos y 350 heridos en la animada y vivaz noche parisina, incluida una carnicería de 89 personas en la sala de fiestas Bataclan del distrito XI.
Esa tempestad tiene registrada una decena de atentados desde el de enero contra la revista Charlie Hebdo. Desde entonces, casi cada mes se ha producido, o evitado, un atentado, así que la tempestad es una profecía más que cumplida y, lo peor, con un gran e inquietante futuro por delante. “Aún no sabemos si hay todavía gente vinculada al ataque”, explicó el primer ministro, Manuel Valls, anoche en una entrevista televisada.
Como muestra, la advertencia lanzada ayer por Valls en la Asamblea Nacional, poco antes de que la Cámara aprobara la extensión a tres meses del estado de urgencia que limita libertades: las precauciones adoptadas incluyen el riesgo de atentados con armas químicas y bacteriológicas, dijo Valls.
Desde el domingo la sanidad nacional distribuye a los servicios médicos preparados militares previstos para la guerra química que en Siria se ha practicado a pequeña escala desde ambos bandos. En ese terrible contexto, la identificación del cadáver de Abaaoud entre los escombros del piso franco de Saint-Denis asaltado anteanoche por la policía ofrece cierto respiro. El papel de Abaaoud en los atentados fue “determinante”, dijo el ministro del Interior, y el grupo preparaba otro “atentado de masa”. Al más corto plazo, la tensión ha bajado.
Más allá de la crónica policial, el asalto de anteanoche desvela el panorama social de Saint-Denis, una ciudad del extrarradio parisino que ofrece el medio ambiente de marginación en el que puede enraizar el yihadismo. Cualquier distrito de París tiene más policías que Saint-Denis, que cuenta con 100.000 habitantes. El número 48 de la calle de la République, un edificio destartalado, asediado por la droga, la prostitución, el top manta y los pisos patera, y habitado en sus alrededores por emigrantes africanos, magrebíes egipcios y eslavos que pagan 600 euros por sus tugurios, concentra toda esa Miseria del mundo descrita por el gran sociólogo Pierre Bordieu a principios de los noventa en la obra del mismo nombre dedicada a la miseria social contemporánea. Jawad, el joven de 27 años que cedió el piso a Abaaoud y sus compañeros sin sospechar propósito –ha sido puesto en libertad– había salido hace dos años de la cárcel, donde cumplió una pena de ocho años por asesinato. “Aquí nadie tiene miedo de los musulmanes, sino de los robos y la droga”, dice un vecino.
En el calor del golpe recibido, nada hay más comprensible que las dos reacciones, básicas y reflejas, del Estado francés: un endurecimiento interno y el reflejo militar hacia fuera, con más bombardeos, búsqueda de coaliciones militares y cambios de acento en la política exterior. Pero entre los gritos del “¡estamos en guerra!” y la promesa de una respuesta “implacable” anunciada y ejecutada
ARMAS QUÍMICAS Francia se prepara para el riesgo de ataques químicos, confirma Manuel Valls
por el presidente de la República, no puede perderse de vista el principal dato que ofrece la realidad: que el Estado Islámico y el desastroso belicismo que lo creó se retroalimentan.
El Estado Islámico nació entre las ruinas de Iraq, se expande en las de Siria y se desarrolla en los desastres de Libia, Yemen y Pakistán, el único de los estados fallidos del grupo que es potencia nuclear. Olvidar eso contiene el inmenso riesgo de continuar alimentando una lógica cuyo resultado probable será, “preparar el nacimiento de una nueva generación de terroristas, cada vez más violentos, aguerridos y sofisticados, que vendrá a perturbar nuestras noches en los años futuros”, advierte Christophe Ventura, investigador del instituto Iris de París.
Profundizar esa espiral es el objetivo general, dice Tom Engelhardt, un analista de Nueva York que teme que los atentados de París den un segundo impulso al choque de civilizaciones funestamente teorizado en su país, y que tantos desastres ha cosechado en los últimos catorce años.
La guerra civil en Francia, el conflicto interno con la población musulmana francesa estimada entre cinco y ocho millones según el criterio, es el particular y obvio proyecto del Estado Islámico para ese país especialmente vulnerable. Hollande lo ha formulado con exactitud.
“El Estado Islámico destila el veneno de la estigmatización, del odio y de la división, no cedamos al miedo y a los excesos: nuestra cohesión social es la mejor respuesta”, ha dicho. La frase estaba en el minuto diecinueve de un discurso que el presidente pronunció el miércoles ante los alcaldes de Francia, que tuvo treinta de duración. Pero el principal mensaje se perdió en medio de todo un cúmulo de otras consideraciones. En medio de esa retórica de seguridad, el Frente Nacional de Marine Le Pen es algo parecido a una quinta columna, pues propugna abiertamente hurgar en la brecha. Donde hace falta un replanteamiento radical de la política exterior, francesa y europea, que contribuya a la pacificación de Oriente Medio, así como una política económica que cree condiciones para la integración, para una existencia digna entre los menos favorecidos –desarrollar políticas de empleo, vivienda, educación y sanidad– suena, sobre todo, el tambor de la guerra. Si es así, la batalla está perdida de antemano y no hay más que esperar la génesis de nuevos monstruos.