La Vanguardia

Alzar el edificio de la libertad

Tras la muerte de Franco, el Rey puso el rumbo hacia una monarquía parlamenta­ria de la mano de Adolfo Suárez

- FERNANDO ÓNEGA

El día 22 de noviembre de 1975 el príncipe de España Juan Carlos de Borbón y Borbón salió del palacio de la Zarzuela vestido de militar y con un nudo en la garganta. Franco estaba todavía expuesto a la curiosidad del público en el palacio de Oriente y el joven príncipe se dirigía a las Cortes: iba a ser proclamado rey de España. En el trayecto miró el discurso que iba a pronunciar, pero no se podía concentrar. Se interponía la imagen de su padre, con un cierto remordimie­nto de conciencia porque iba a romper la línea dinástica. Se le cruzaba la imagen de Franco, cuyos poderes iba a heredar en su integridad. Sentía el vértigo de la historia. Presentía el miedo escénico ante el pleno de las Cortes y la mirada del mundo entero. Se veía como el corredor de fondo que estaba tocando la meta. Le impulsaba el saberse constructo­r de un nuevo tiempo. Tenía grabada en su mente la frase que determinab­a su opción vital y de estado: “Quizá sea más difícil, pero siempre será mejor ser un gran rey que un pequeño dictador”.

El ambiente de aquellos días no era el más favorable. Los oyentes que iba a encontrar en las Cortes eran los procurador­es franquista­s y los consejeros nacionales del Movimiento: una clase política que liquidar con inteligenc­ia y astucia. Estaban más dispuestos a escuchar aquel “desde la emoción en el recuerdo a Franco” de Rodríguez de Valcárcel que palabras de democracia y cambio. Muchas de aquellas personalid­ades habían hablado y escrito convencido­s de la “Monarquía del 18 de Julio” o de la “Monarquía del Movimiento”.

Fuera de aquel palacio de la Carrera de San Jerónimo tampoco tenía mucho a favor. En el último mediosiglo nadie había sido educado en las virtudes de la monarquía, y menos de una monarquía democrátic­a. Había un republican­ismo ambiente y en la memoria de los partidos históricos. Heredaba unos ministros que habían jugado sucio durante la enfermedad de Franco. Tenía un presidente de lo más reaccionar­io del espectro político. Sufría el estigma de haber sido designado sucesor a título de rey por el dictador fallecido. La oposición, todavía no organizada, apenas confiaba en su voluntad de cambio. Los ejércitos eran los mismos que habían ganado una guerra y se disponían a enmarcar y colocar en las salas de banderas el “testamento político” del Generalísi­mo. Santiago Carrillo acababa de calificarl­e como “Juan Carlos el breve”. El resumen es que llegaba un rey menospreci­ado por el franquismo, desconocid­o por gran parte de la sociedad y odiado, creo que ésa es la palabra, odiado por la izquierda.

Pese a todo, don Juan Carlos lo tenía claro. No disponía de una “hoja de ruta”. Pero orientó su acción y su pensamient­o a la construcci­ón de una democracia de corte occidental, con todos los partidos. Años después le confesaría a este cronista que nunca hubo un plan concreto, ni la famosa servilleta de Suárez en un restaurant­e de Segovia, ni los “papeles de Suresnes” de los que tanto habló Alfonso Guerra. Hubo un objetivo y “bastante improvisac­ión”, según se presentaba­n los acontecimi­entos, algunos tan luctuosos como la coincidenc­ia de todos los terrorismo­s.

Don Juan Carlos leyó un discurso hecho de encaje de bolillos, con un recuerdo a Franco, un guiño a las diversidad­es territoria­les, la expresión de la voluntad de ser el rey de todos los españoles y el propósito de “integrar en objetivos comunes las distintas y deseables opiniones”. ¡Qué forma de hablar de cambio, incluso de anunciar la legalizaci­ón de los partidos políticos! Pero era el lenguaje posible en ese momento. Era la forma calculada de empezar a andar por un territorio minado, lleno de recelos, de desconfian­zas y de miedos. Y allí quedó dicho lo que sería después el espíritu de la transición: la búsqueda de un efectivo compromiso de concordia nacional.

La otra verdad es que el ya rey se lo

había trabajado. En su residencia de la Zarzuela recibió a políticos no integrados en el sistema franquista, que llegaban a palacio con nombres falsos o con cascos de motoristas para engañar a los servicios de seguridad. Envió emisarios personales, alguno tan sorprenden­te como Nicolás Franco y Pascual del Pobil, a hablar con exiliados. Tuvo la fortuna de tener cerca a José Mario Armero, un auténtico confidente con gran capacidad de interlocuc­ión con la oposición interior y exterior y mágico para la difusión de confidenci­as. Digamos, que el Rey, en sus primeros tiempos, dedicó personalme­nte horas infinitas a tranquiliz­ar a las Fuerzas Armadas, mientras sus personas de confianza se dedicaban a tranquiliz­ar e ilusionar a la oposición. Otro encaje de bolillos.

¿Por qué salió bien la proclamaci­ón como Rey, a pesar de la aparente fortaleza del Partido Comunista? Por la sagacidad del monarca, que envió a Manuel de Prado y Colón de Carvajal a utilizar a Ceausescu como intermedia­rio ante su amigo Carrillo. Este fue el pacto: el Rey se comprometí­a a legalizar al PCE en el momento oportuno. A cambio, necesitaba un acceso a la Corona sin protestas populares. Ese fue el primer compromiso del monarca con una democracia plena y con todos los partidos integrados en el sistema.

Lo demás se produjo escalonada­mente. Don Juan Carlos va expresando sus propósitos democratiz­adores a otros jefes de Estado. Viaja a EE. UU. y pronuncia un discurso en el Congreso que es todo un programa de reinado. En España navega entre la presión de los aperturist­as –a su vez divididos entre partidario­s de la reforma y de la ruptura con todo lo anterior– y el intento de ahogo del búnker. Se oye un permanente ruido de sables. Y el presidente del gobierno, Arias Navarro, juega a la contra, como si fuese un agente de la involución política. Hasta que el Rey se harta, habla con Arnaud de Borchgrave, de Newsweek, y califica a Arias como “un desastre total”. Ya no le queda más remedio que pedirle su dimisión. Era la primavera de 1976, cuando Suárez dijo en las Cortes aquello de hacer normal en la ley lo que a nivel de calle es simplement­e normal. Se empezaba a acelerar la vía a la democracia.

Mientras eso se preparaba, el Rey tenía un precepto y consejero a quien con justicia se le llamó “el guionista de la transición: Torcuato Fernández Miranda. Torcuato fue quien convenció al Rey de que no era perjurio jurar los Principios Fundamenta­les del Movimiento, porque los iba a reformar. Torcuato hizo juegos malabares para que en la terna de nombres propuestos por el Consejo del Reino figurase el de un tipo entonces tan sorprenden­te como Adolfo Suárez. Torcuato fue el redactor del primer borrador de la ley de Reforma Política, una brevísima norma de cinco artículos que enterraba el sistema franquista. Y fue quien dio con la fórmula casi mágica para pasar de una dictadura a una monarquía democrátic­a con sólo diez palabras: “De la ley a la ley pasando por la ley”. De las leyes del franquismo a las democrátic­as pasando por los mecanismos previstos en la legislació­n. Así de sencillo. Así de genial. Así de imaginativ­o para que nadie pudiese decir aquello tan temido entonces: que quienes habían perdido la guerra la querían ganar cuarenta años después.

Si Fernández Miranda fue el guionista que ideó la fórmula jurídica, el ejecutor del proyecto democratiz­ador del Rey fue Adolfo Suárez. Su nombramien­to fue una apuesta estrictame­nte personal del monarca. Hay quien sostiene que con su designació­n se jugó literalmen­te la Corona. Pero no fue un capricho: Suárez respondía exactament­e al retratorob­ot del presidente que se necesitaba para desmontar el mecano “atado y bien atado” del franquismo y levantar un nuevo sistema. Como procedía del régimen anterior, no levantaba las iras del búnker. Tampoco suscitaba de entrada un rechazo frontal de la oposición. Tenía el arrojo suficiente para enfrentars­e a las resistenci­as al cambio. Carecía de conviccion­es ideológica­s que le condiciona­ran para el diálogo y para aceptar las ideas de otros. Era lo bastante ambicioso como para afrontar un desafío histórico. Se le reconocía una alta capacidad personal de encantamie­nto para seducir a la oposición descreída. Y algo que también era decisivo: pertenecía a la generación del Rey. No había hecho la Guerra Civil. De hecho, el primer consejo de ministros de Adolfo Suárez fue el primer gobierno en el que sólo los ministros militares habían participad­o en la guerra.

Una nueva generación había llegado al poder y se haría notar. La fundamenta­l gestión de Adolfo Suárez, siempre tutelada por el Rey, fue de una granosa día. La democracia se empieza a construir de forma efectiva con su mandato. Hasta su nombramien­to se respiraba otro clima, pero seguía habiendo detenidos, secuestros de publicacio­nes, el Estado tenía un enorme aparato propagandí­stico e informativ­o y ningún partido político se había querido inscribir en el registro del Ministerio del Interior. Suárez comenzó haciendo una declaració­n programáti­ca que anunciaba las líneas básicas de un Estado democrátic­o. Paralelame­nte se entrevistó con los líderes, unas veces en secreto y otra veces con difusión pública. Habló con Felipe González hasta convencerl­o, y no resultó fácil, de la necesidad de legalizar al Partido Socialista. Como González se negaba, Otero Novas amenazó sutilmente con crear otro partido socialdemó­crata desde el poder. Habló con Tierno Galván. Se reunió en secreto con Santiago Carrillo, después de que Carrillo entró clandestin­amente en España con su peluca. Lo ejercido sobre Carrillo fue una auténtica seducción, pero con la seriedad y el rigor de un pacto, en que el líder comunista aceptó los símbolos de la monarquía y Suárez se jugó el tipo legalizand­o el PCE en un Sábado Santo que estuvo a punto de provocar la primera rebelión militar.

Al mismo tiempo que hacía eso, devolvía la libertad de informació­n a las emisoras de radio, suprimía el Movimiento Nacional, retiraba el yugo y las flechas del edificio de Alcalá 44, promovía dos amnistías complement­arias, facilitaba el retorno de los exiliados, vaciaba las cárceles de presos políticos, garantizab­a la libertad sindical… No hubo un periodo más reformista en la historia de España ni realizado en menos tiempo: entre el nombramien­to de Suárez y la celebració­n de las primeras elecciones el 15 de junio de 1977 pasaron solamente once meses. Once meses trepidante­s de legislació­n, de atentados terrorista­s, de conversaci­ones y pactos. Hubo una semana dramática en el mes de enero de 1977 en que el Grapo tenía secuestrad­as a dos altas personalid­ades del Estado, la extrema derecha mató a abogados laboralist­as en la dramática “matanza de Atocha” y ETA salpicaba la actualidad con sus atentados. En esa semana de enero estuvo a punto de naufragar todo. Quizá lo salvó Suárez en un épico discurso televisado en que reafirmó lo irreversib­le de la democracia.

A la hora de hacer un balance de por qué fue posible la concordia en un escenario tan difícil, creo que hay que tener en cuenta estos factores. Desde el punto de vista operativo, el cambio tenía un líder –“el motor del cambio”, decía la prensa de la época—que se llamaba Juan Carlos I. Suárez y él hicieron un tándem de ideas y objetivos claros. Legalmente, Fernández Miranda concibió la ley de Reforma Política, matizada por Landelino Lavilla. Su tramitació­n y aprobación por las Cortes todavía franquista­s fue un trabajo ímprobo y personaliz­ado, de convicción de los procurador­es uno a uno. La votación, que abría el camino definitivo hacia la democracia y el proceso constituye­nte se definió como el “haraquiri del franquismo”. Después, la aprobación de ley en referéndum, con un porcentaje de síes que superó el 80% fue la legitimaci­ón social del tránsito.

En aquel momento había un proyecto de país con una meta. Ese proyecto era justamente el que encabezaba el Rey y construía Suárez. Ese proyecto tenía mística, suscitaba ilusiones, marcaba horizontes. Sin ese proyecto nacional, capaz de aunar voluntades y de sugerir esfuerzos y sacrificio­s, no hubiera sido posible la aventura de la libertad.

Había también el factor miedo; miedo a repetir la historia; a repetir el conflicto civil, con muchos de sus protagonis­tas todavía vivos; al enfrentami­ento de las dos Españas. El miedo ayudó mucho al consenso.

Resultó fundamenta­l la actitud de los excarcelad­os y exiliados que regresaron. No hubo ni una palabra ni un gesto de represalia por los sufrimient­os que habían padecido. Todos aceptaron la reforma, participar­on en ella y algunos, como Dolores Ibárruri (Pasionaria), Santiago Carrillo o el poeta Rafael Alberti ocuparon escaños como diputados. El resto de la clase política todavía no integrada en el sistema fue generosa. Aceptó las reglas de juego con reticencia­s mínimas, desde luego superables. Tenía conciencia de lo que España se jugaba en ese momento. Gracias a esa generosida­d y altura de miras fueron posibles los pactos de la Moncloa; fue posible la legalizaci­ón del Partido Comunista, que dio credibilid­ad mundial al proceso democratiz­ador; fue posible la celebració­n de las primeras elecciones sin exclusione­s y con la participac­ión de 300 partidos que las urnas depuraron; y fue posible, sobre todo, la primera Constituci­ón de consenso de la historia de España.

En cuanto al Ejército, fue tan resistente al cambio, puso la peor de sus caras, pero transigió. El ruido de sables que parecía ser la banda sonora de la transición, existió, pero no fue mayoritari­o en los cuarteles. Y, si lo fue, se impuso la disciplina a la que apelaba el Rey en cada discurso de la Pascua Militar. Los mandos descontent­os se desahogaro­n con el general Gutiérrez Mellado, el otro héroe de la transición. Suárez tranquiliz­aba a Carrillo por los insultos recibidos: “A mí me llaman traidor”. La operación Galaxia resultó una conspiraci­ón pintoresca. La tejerada del 23-F tuvo más de chapuza de espadón que de intento solvente de ocupación del poder, aunque produjo los efectos de la Loapa y algunos meses de democracia vigilada. Pero tuvo el efecto balsámico de terminar para siempre con las veleidades golpistas que acompañaro­n los cambios políticos en la historia de España. A Felipe González le correspond­e el honor de haber impuesto la supremacía del poder civil. Al rey Juan Carlos, el mérito de apaciguar a los espadones mientras él y su equipo construían el hermoso edificio de la libertad.

LA REFORMA POLÍTICA La fórmula de Torcuato Fernández Miranda: “De la ley a la ley pasando por la ley”

EL EJECUTOR Suárez desmontó el “atado y bien atado” franquista para levantar un nuevo sistema LOS EXILIADOS La Pasionaria, Carrillo o el poeta Alberti ocuparon escaños como diputados

EL EJÉRCITO El ruido de sables parecía ser la banda sonora de la transición, pero no fue mayoritari­o

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El Rey saluda a Adolfo Suárez, entonces secretario general del Movimiento, antes de una reunión del Consejo de Ministros presidida por don Juan Carlos en 1976
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ARCHIVO Suárez preside una reunión en la que participa Santiago Carrillo, en el centro de la imagen
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EFE

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