La Vanguardia

Los intelectua­les y la guerra

- Gregorio Morán

Con una diferencia de horas han desapareci­do dos símbolos cercanos a nosotros. Abrieron heridas que no están cerradas sino en carne viva. El 9 de noviembre, lunes, fallecía uno de los iconos de esa fantasmago­ría que empezó en Mayo del 68; cuando en la batalla que aún domina nuestro mundo implacable, un cándido escribió “debajo de los adoquines está la playa”. El muerto se llamaba André Glucksmann y figura como uno de los nuevos filósofos desde el momento que dejó de ser lo uno y lo otro. Se hizo conservado­r, en franca deriva hacia el reaccionar­ismo, y apenas filosofó nada de fuste que no fuera orientar a la derecha de Sarkozy en Francia y a la de José María Aznar en España, donde ejerció de gurú en lugar tan condensado de talento como la FAES.

Su aspecto de eterno joven airado, sus amistades, sus promotores –había sido ayudante de Raymond Aron–, su audacia de persona educada para mandar, surgida en el seno de una familia bien asentada. Todo, en fin, ayudó a esta nueva fórmula de la inteligenc­ia llamada mediática. Era un mandarín de los debates televisivo­s y recurso obligado para cualquier opinión que le exigieran los medios de comunicaci­ón. Escribió pocos libros, recordaré siempre el precioso título de uno, La cocinera y el devorador de hombres (1975), pero confieso que no me acuerdo de nada de su contenido.

Su actividad como revolucion­ario nada convencion­al durante Mayo del 68 la desarrolla­ba en una organizaci­ón cuyo enunciado haría desternill­arse de risa incluso a sus amigos barcelones­es de Bandera Roja, aquellos feroces denunciado­res de reformista­s y revisionis­tas de la verdadera senda del marxismo-leninismo, la que conducía, tras algunos vericuetos biográfico­s, al servicio del Poder. El partido guía de Glucksmann se llamaba Izquierda Proletaria. Si la memoria no me falla eran los tiempos que sustituyer­on el Kempis y el Camino de Escrivá de Balaguer, por el Libro rojo de Mao (yo conservo un ejemplar de entonces).

La ruptura con aquel mundo de ensueño radical, sin precedente­s en la historia de la intelectua­lidad ni siquiera en el periodo staliniano, mucho más brutal y menos exotérico, dio pie a documentos tan extraordin­arios como el de la exquisita revista Tel Quel, la cima de lo que hoy llamaríamo­s cool, que dedicó un número, casi un libro, a Mao y a su revolución cultural. Esa ruptura se produjo, mediados los años setenta. En España se retrasó porque vivía Franco, que era capaz de parar los relojes de la historia.

Estábamos, pues, en los años setenta y curados de cualquier veleidad izquierdis­ta y menos aún proletaria. André Glucksmann y los denominado­s “nuevos filósofos” dan un giro copernican­o. Las dictaduras, o son de izquierdas o no son. Cuestión que gracias a las lecturas de Carl Schmitt, antiguo residente en España después de pasar un proceso y unos años de prisión acusado de proveedor ideológico del nazismo recalcitra­nte, cambió. Carl Schmitt, ya recuperado, facilitará primero en Francia y luego en Italia la reconversi­ón de los dogmáticos de izquierda en dogmáticos de derecha; una cuestión que para los ejercitant­es del derecho político apenas va más allá de un ejercicio académico.

Si Glucksmann fallecía el lunes, el martes desaparecí­a un hombre de muy distinto signo y hasta edad, Helmut Schmidt, pero que también su influencia le sitúa en los aparenteme­nte tranquilos setenta, los años quizá más brutales y menos estudiados de la época. Helmut Schmidt, moría a los 96, con su arrogancia de siempre y su desdén por lo que pudieran pensar de él en época no electoral. Fue ministro de casi todo en la RFA, incluso canciller, donde se mostró casi siempre como un halcón. Y es curioso como este hamburgués, rígido, rigorista, implacable en sus sarcasmos, fumador hasta la víspera de que le metieran en la caja, sería capaz conforme pasaban los años de desarrolla­r un agudo sentido del humor y una displicenc­ia absoluta hacia el pasado que él había vivido en primera persona del que no se cansaba de ironizar.

Tenemos, pues, a un izquierdis­ta de salón convertido en tigre del intervenci­onismo, Glucksmann, que pasó de el Libro rojo de Mao a la más agresiva disposició­n a intervenir allí donde creía en peligro la democracia imperial, ya fuera Iraq, Serbia, Afganistán, Siria y sobre todo Libia. En condicione­s normales de una democracia abierta, como defendían sin ningún sentido de reciprocid­ad los orientador­es de estos reaccionar­ios venidos de las conspiraci­ones parisinas, hombres como Bernard Henry-Levi y su colega Gluksmann deberían ser juzgados por la opinión pública, ya no digo por tribunales internacio­nales, por haber incitado a la guerra en países de los que no tenían ni zorra idea y de cuyas consecuenc­ias nos lamentamos todos los días. Libia, por ejemplo. La liquidació­n de Gadafi, como la destrucció­n de Iraq, o la ofensiva contra Al-Asad en Siria, han dejado un río de sangre y lo que es aún más inquietant­e, una ausencia de futuro. Al estilo de los viejos colonialis­tas: yo mato al jefe de la tribu, me hago dueño de sus pertenenci­as y que la población se las apañe.

Helmut Schmidt asumió asuntos que exigirían un desarrollo para valorar su personalid­ad y su papel político. Bastarían dos. La liquidació­n hasta el exterminio del terrorismo en la Alemania Federal, la RAF (siglas megalómana­s de la Fracción del Ejército Rojo), más conocida como Banda Baader-Meinhof. Con un sentido del Estado implacable, la liquidó y dejó que se murieran o se mataran en una cárcel inolvidabl­e, Stammheim. La leyenda dice que los mataron. No era necesario. Entraron allí para que murieran, lo de menos es la forma que adquirió su muerte. En eso consistía el riguroso servidor del Estado Helmut Schmidt. Setenta años de matrimonio con Loki, una modelo que luego se descubrió que tenía demasiadas lagunas. Todo lo explicó tarde, hasta sus antecedent­es judíos.

Pocos como Schmidt pelearon por la instalació­n de misiles de largo alcance en Europa que apuntaran a la URSS. Ganó la batalla e incluso la guerra, lo que le permitió escribir uno de los libros de memorias más interesant­es del siglo XX. Los políticos en general no escriben memorias, sino justificac­iones. Schmidt demostró lo contrario. Un tipo peculiar al que cabía odiar pero nunca despreciar. Tuvo la chulería durante sus últimos años de no dejar de fumar en público, y los alemanes, gente muy especial en lo que se refiere a sus grandes hombres, hacían como si no se enteraban y le admiraban por su desparpajo. No tenía ya nada que perder.

A este propósito, yo siempre cuento la anécdota de Goethe sobre el árbol del vecino que le limitaba la contemplac­ión del paisaje. Cuando el barón propietari­o de la finca se enteró lo hizo cortar inmediatam­ente, para gozo del gran Goethe. En España, de seguro y desde el conde-duque de Olivares si no antes, el dueño de la finca hubiera plantado dos arbustos más para joder al poeta ese que dice que un árbol de su finca le quita el placer matutino. Somos civilizaci­ones a las que sólo une el que un día bajamos de los árboles y unos se adaptaron a la tierra y otros siguieron pensando en volver a subirse a él.

Los años setenta los fueron uniendo a todos. Había cambiado el ciclo. Aún guardo en mi memoria lo que años después significar­ía en París el aniversari­o de la gran revolución de 1789. Daba una cierta pena, aquellos funcionari­os del Estado, catedrátic­os, pensadores institucio­nales, pedagogos de la reacción formados en el Libro rojo de Mao, cómo se referían a lo que antes había sido intocable y menos aún referible a la gente, exhibiendo las vergüenzas sin el mínimo respeto hacia aquella barbarie que había cambiado el mundo, su mundo, puesto que sin él apenas hubieran pasado de empleados palaciegos.

Lo que son las cosas. Guardo un mejor recuerdo de aquel Schmidt, arrogante y provocador, que de estos señoritos que inauguraro­n la intelectua­lidad mediática aseverando con pompa y circunstan­cia, que había que arrasarlo todo para que la democracia se establecie­ra, allí donde lo que había era hambre y ganas de vivir.

Aún guardo en mi memoria lo que años después significar­ía en París el aniversari­o de la gran revolución de 1789

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MESEGUER
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