La Vanguardia

Cine contra los tópicos, o no

Entre el escepticis­mo y el deseo de diversión, los espectador­es asisten al estreno de ‘Ocho apellidos catalanes’

- SALVADOR LLOPART Barcelona

El primer espectador en Barcelona que vio Ocho apellidos catalanes tiene nombre y también apellidos. No son ocho, ni mucho menos. Aquí nadie utiliza ocho apellidos. Y en realidad no es un espectador sino dos: Teresa y Nicolau, jubilados. Ellos fueron los primeros de la fila para las flamantes sesiones matinales del Cine Verdi, que a partir de ayer mismo arrancará todos los días sus proyeccion­es al mediodía.

Los veteranos Verdi, pioneros en las sesiones golfas –tan populares en los noventa–, se reciclan con estas sesiones matinales, más adecuadas al signo de los tiempos.

Poco más de una docena de personas esperan a las puertas del cine para ver la comedia de Martínez Lázaro que pone a trabajar los tópicos regionales, autonómico­s y nacionales alrededor de Catalunya y los catalanes, como su precedente, Ocho apellidos vascos –la película de los diez millones de espectador­es y 60 millones de euros de recaudació­n– hizo con respecto a los vascos.

“La primera nos hizo reír. Hemos oído que esta no es tan buena. Pero nos da igual”, comenta Teresa. “No: no estamos aquí por la cuestión política”, puntualiza Nicolau. “Sólo para divertirno­s”.

Tras ellos, Montse, que cumple 18 años, y ha venido con la familia para arrancar la mayoría de edad con una sonrisa. Paulo, treintañer­o: “Afrontar los tópicos de forma desinhibid­a puede desdramati­zar el momento político”.

Ochocienta­s pantallas en toda España recibían ayer Ocho apellidos catalanes. Las expectativ­as son altas. La apuesta, también. ¿Lograrán estos apellidos catalanes acercarse al éxito de los apellidos vascos? Para saberlo habrá que esperar al lunes, cuando se conozcan las recaudacio­nes. Ayer era tan solo el día de las primeras impresione­s.

La proyección en el Verdi arranca con risas, pero a media película se hacen escasas y, al final, domina un silencio incómodo. Las cámaras de televisión esperan a la salida. Nadie se para a decir nada.

En la primera sesión de tarde del Renoir, a su vez, se reúnen unos treinta espectador­es. Es la sesión de las cuatro, la de los cinéfilos, que en esta ocasión empieza casi a las tres y media. “Por los anuncios”, comenta Francesc, el encargado.

Ya que estamos hay que buscar respuestas en la oscuridad. De butaca en butaca uno se siente tan ridículo y patético como aquel correspons­al que, en un campamento de refugiados, empezó a gritar: “¿Hay alguna violada que hable inglés?” Pero esto no es la guerra ni la situación es tan dramática; tan sólo son los Ocho apellidos..., y en la penumbra de la sala nadie se sobresalta ni da un respingo cuando uno se aproxima a preguntar. Es un alivio.

Imma adora las sesiones de los viernes. “Tengo curiosidad, pero ninguna expectativ­a”, comenta. “Tampoco espero que la cuestión política esté bien tratada”, añade. Rita ha venido con su padre, para reirse juntos. Albert, por su parte, se pone trascenden­te y confía en que estos Ocho apellidos “sirvan para desdramati­zar, porque no hay nada mejor que reírse de uno mismo”. También ha oído que la película de Martínez Lázaro es mala, pero

La proyección arranca con risas que se hacen escasas hacia el final; al terminar, nadie quiere decir nada

no le importa. Aída, de profesión azafata de vuelo, cargada con sus palomitas, corre hacia la sala: “Me paso la vida de un lado al otro de España; se puede decir que vivo volando entre tópicos”, bromea.

“Los pilotos son unos carcas y quiero cargarme de razones para cuando salga, de nuevo, el asunto de las narices”, dice. Aída también ha oído que Ocho apellidos catalanes es más bien floja. Pero no le importa. Ha venido, digan lo que digan.

Como todos los demás.

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JORDI ROVIRALTA El Verdi, que estrenaba sesiones matinales, acogió la primera proyección de Ocho apellidos...

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