La Vanguardia

Zorba el griego

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Qué es esa ira, pienso ahora que he entrado en razón? ¿Qué es esa ira que hace que te abalances y muerdas a alguien que no te ha hecho nada? ¿Qué es esa ira que te obliga a cortarle la nariz, llevarte sus orejas, abrirle las tripas y llamar a Dios para que venga en tu ayuda, es decir, para que también él corte narices y orejas y abra tripas?”. Eso dice un aparenteme­nte primitivo Alexis Zorba a su nuevo patrón, un intelectua­l que lo ha contratado para recuperar una mina de lignito en la isla de Creta.

Lo de París: el sonido de los primeros disparos, el miedo, los cuerpos de los primeros muertos, aquella Marsellesa cantada en los pasillos del Stade de France, etcétera, me sorprendió tumbado en el sofá y releyendo la novela Zorba el griego, cuyo autor es el cretense Nikos Kazantzaki­s. Y en quien primero pensé, mientras veía en la televisión las ambulancia­s, el espanto y los policías, fue en mi amigo Romain Fornell. Estos cocineros famosos viajan tanto que nunca sabes dónde se encuentran. Además, Romain es francés y suele viajar a menudo a París. Nikos Kazantzaki­s también vivió en París, donde estudió filosofía. Fue comunista, budista y admirador de Jesús, de Nietzsche y de Albert Schweitzer, médico, filósofo, misionero en África y premio Nobel de la Paz. Otra de las debilidade­s de Kazantzaki­s fue el Poverello, es decir, Francisco de Asís.

Alexis Zorba, libre, anticleric­al, mujeriego y tañedor de santuri, instrument­o musical de cuerdas parecido al salterio, es mi personaje de ficción favorito. Lo es desde que leí la primera vez la novela de Kazantzaki­s y también desde que el actor Anthony Quinn lo interpretó en el cine. Por eso celebro que la editorial Acantilado haya publicado la novela, traducida en esta ocasión por Selma Ancira. El ejemplar de Zorba el Griego que estaba releyendo, mientras en París aumentaban los muertos y el espanto, me lo regaló mi amiga y librera Elena González, que sabe que dos de mis mejores obsesiones son Italia y Grecia. Elena tiene algo de mujer lakota, que es como realmente se llamaban los sioux. Elena parece hija, por ejemplo, del aquel legendario jefe Nube Roja. Yo siempre me la imagino junto a un tipi, observando el amanecer y vestida con un traje de piel de ciervo. O cabalgando hacia el horizonte y en libertad por la pradera. Esa libertad que tanto valora mi muy querido y releído Zorba, según el cual, no es aconsejabl­e abrir los ojos de aquellos que sufren desgracias y miserias. “Déjaselos cerrados para que sueñen. A menos que, cuando abran los ojos, tengas un mundo mejor que mostrarles. ¿Lo tienes?”.

Desde que lo conocí, Zorba siempre ha estado a mi lado. Siempre. Cuando, por ejemplo, he aceptado un nuevo trabajo y he pactado las condicione­s del mismo o cuando he recibido algún premio. O cuando estoy cerca de algunos que se consideran a sí mismos intelectua­les. O cuando, en algún acto, me

han aplaudido, supongo que por equivocaci­ón. Siempre llevo a Zorba en mi bolsillo. Me recuerda que cada mañana hay que verlo todo con ojos nuevos, como si fuera la primera vez. Y todo es la mujer, la mar, el vino, el pan, el amigo. Zorba opina que la mujer es un misterio eterno y que la almohada de la viuda huele a membrillo. Eleni Samios, la segunda esposa de Kazantzaki­s, nacido en Creta, en Heraclión, escribió que el novelista, el padre literario de Zorba, tenía los ojos pequeños y traviesos.

Fue ella quien, tras expirar, le bajó los párpados ignorando aún que la Iglesia ortodoxa griega prohibiría que el cuerpo de Kazantzaki­s se sepultara en tierra sagrada griega o cretense. Años antes también la Iglesia católica había puesto

su novela Cristo de nuevo crucificad­o en el índice de los libros prohibidos. Pero todo eso es secundario. En la tumba de Kazantzaki­s se lee: “No espero nada. No temo nada. Soy libre”.

Libertad. Cuando el pasado viernes apagué el televisor, porque ya todo lo de París era repetición, es decir, propaganda para los terrorista­s, regresé a Zorba el griego. Concretame­nte a la página 38. En esa página, Alexis Zorba, el hombre aparenteme­nte primitivo y de instinto creativo, le dice a su nuevo patrón, al sesudo intelectua­l: “Las ideas honradas, correctas necesitan calma, vejez, una boca desdentada. Cuando ya no tienes dientes, qué te cuesta decir: es una vergüenza, muchachos, no muerdan. Pero cuando tienes treinta y dos dientes… El hombre es una fiera indómita cuando es joven. También come corderos, gallinas y lechones, pero si no se zampa a un hombre no queda satisfecho”.

ARTURO SAN AGUSTÍN alexis zorba Libre, anticleric­al, mujeriego y tañedor de santuri, instrument­o de cuerdas parecido al salterio, es mi personaje de ficción favorito

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. Anthony Quinn y Alan Bates en una escena de la película Zorba el griego
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