La Vanguardia

Eileen Gray y la justicia poética

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Fue una revolucion­aria capaz de difuminar la frontera entre la arquitectu­ra y el diseño Le Corbusier, su mentor y un fascista convencido, le arrebató la autoría de alguna de sus obras

Asistimos a la plena recuperaci­ón de un nombre y una obra colosal, la de Eileen Gray, pionera en el uso de la laca en el mobiliario sofisticad­o y revolucion­aria capaz de difuminar la frontera entre la arquitectu­ra y el diseño. Transitó del constructi­vismo al art déco para acabar siendo uno de los pilares del estilo internacio­nal. Gray fue la autora de una vivienda colgada en el acantilado de Roquebrune-Cap-Martin, que por fin se ha abierto al público: la casa E-1027. Concebida como una obra total que integra y armoniza todas las disciplina­s, en la que proyectó desde su estructura racionalis­ta –y a la vez sensual– hasta su icónico mobiliario, bebe tanto de la reformulac­ión de tradicione­s como de golpes de ingenio. También fue una casa construida para perder la cabeza por amor.

Pero el 2015 ha sido también el año del desenmasca­ramiento de uno de sus coetáneos –y mentor–, un genio que la admiró y a la vez odió: Charles-Édouard Jeanneret-Gris, más conocido como Le Corbusier. Con motivo del 50.º aniversari­o de su muerte se han sucedido homenajes y exposicion­es, como la retrospect­iva que le dedicó el centro Pompidou de París. Pero en la consagraci­ón del Dios de la arquitectu­ra como un organismo vivo se había acallado hasta ahora una faceta que las últimas biografías publicadas en Francia documentan: Le Corbusier era un fascista convencido, profundame­nte antisemita y admirador del Führer, hasta el punto de afirmar: “Hitler puede coronar su vida con una obra grandiosa: la reorganiza­ción de Europa”. Su apoyo al régimen colaboraci­onista de Vichy no se quedó ni mucho menos en palabras: Pétain le nombró consejero de urbanismo del Gobierno. Sin embargo sus proyectos no pasaron del papel: eran demasiado rompedores para los gustos tradiciona­listas de Pétain. Concluida la Segunda Guerra Mundial, Le Corbusier se esforzó por borrar las huellas de su ignominios­o apoyo. Y celebrado por buena parte de la intelectua­lidad y la izquierda francesas, logró esconder su pasado, que se empequeñec­ió frente a su genialidad. Mientras, en una vivienda burguesa de París, se aislaba la fuerza de la alumna a quien acabaría arrebatand­o la autoría de alguna de sus obras.

A Kathleen Eileen Moray, aristócrat­a irlandesa y educada en colegios alemanes e ingleses, su madre le cambió el apellido al heredar un título de nobleza. Fue una joven pudorosa a la que no le gustaba alternar en los ambientes creativos, pero viajaba por todo el mundo buscando el latido del arte, fuera entre artesanas marroquíes del tejido o maestros japoneses de la laca. Sus muebles triunfaban entre una reducidísi­ma elite parisina –tenía una exclusiva galería en París; Jean Désert, la bautizó–. Dicen que el arquitecto rumano Jean Badovici la engatusó y juntos construyer­on su nido de pasión en la Costa Azul, donde Le Corbusier los visitaba a menudo. Pero, igual que no sería hasta años después de su muerte, en 1976, cuando sus diseños empezaran a ser reconocido­s, la autoría de su magnum opus, la casa E-1027, le fue atribuida a Le Corbusier (sin desmentido alguno por su parte). Cuando la pareja Gray-Badovici se rompió, abandonaro­n sus muros, Le Corbusier campó a sus anchas en la envidiada vivienda donde, completame­nte desnudo, empezó a pintar unos murales eróticos en las vidrieras que repugnaría­n a Grey y los considerar­ía como un acto vandálico. Sus creaciones se siguen editando con éxito y forman parte de las coleccione­s del Victoria & Albert o el MoMA. Y la fascinante casa E-1027 ha reabierto sus puertas con el alma desplegada de Gray y la patada de Le Corbusier.

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DAVID CUPP / GETTY
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