Los orígenes del odio
Antoni Puigverd escribe sobre la radicalización y la sed de mal: “Son muchos los factores que explican el yihadismo: la colonización europea posterior al imperio turco y la creación tutelada e interesada de los estados de Oriente Próximo, el conflicto entre chiíes y suníes, las infinitas guerras de Afganistán, la incompatibilidad entre Israel y los árabes, los intereses del petróleo, las monarquías sátrapas del Golfo...”.
De repente, todo el mundo sabe dónde está Molenbeek, la comuna belga, a diez minutos del centro Bruselas, de donde proceden los carniceros de la matanza de París. Es el segundo distrito más pobre y joven de Bruselas. Sin embargo, la concentración de habitantes de origen magrebí, siendo alta (27%) y, por tanto, difícil de integrar con naturalidad, es menor que la de muchas de nuestras poblaciones de acogida de inmigrantes. La tasa de paro en Molenbeek roza el 31% y entre los jóvenes supera el 40% (cifra altísima y deprimente, pero inferior a la insoportable media española: ¡49,6%!). Muchos de estos jóvenes se pasan el día en las calles y estos días desafían a los periodistas que intentan explicar con rápidos reportajes o apresuradas filmaciones el porqué de la carnicería de París.
El enviado especial del Corriere della Sera describe la escena de un grupo de chicos que pasan la tarde amenazando a las chicas que no llevan velo. Nadie osa llevarles la contraria. Esta pandilla se parece a la que formaban los hermanos Salah y Brahim Abdeslam, junto con Abdelhamid Abaaoud y Mohamed Abrini, actores de los atentados de París. Los jóvenes eran conocidos como “la banda de la place communale”, aunque se llamaban a sí mismos “Street Fighters”, como la película de Van Damme, el Rambo belga.
La pandilla empezó ocupando la céntrica plaza para jugar al fútbol. Pronto se adueñaron de ella en otro sentido: “hachís, fiestas, pequeños robos”. Lo explica Ahmed El Khannouss, parlamentario belga, que los vio crecer: “Eran folloneros de barrio, como tantos otros. El líder era Brahim, mayor y malintencionado. Los otros le imitaban. Salah era el más educado: robaba en las tiendas y después quizás volvía atrás para pedir disculpas”. Los trabajadores sociales describen los últimos años de Molenbeek como la “historia de un malestar”. Paro, jóvenes ociosos por las calles, delincuencia menor, una enorme cantidad de mezquitas (la mayoría legalizadas, pero muchas no) y segregación de las etnias. Los italianos, la segunda minoría del municipio, no tienen relación con los musulmanes: “Hemos mantenido durante años una falsa paz social, pero vivimos en completa indiferencia”, explica Annalisa Gadaleta. Interventora en las elecciones municipales, Annalisa explica que muchas mujeres, sin hablar francés o neerlandés, se presentaban en la mesa electoral con la foto del concejal al que querían votar.
Sé que es peligroso describir la causa social como factor determinante de la radicalización de los jóvenes yihadistas que guerrean en Siria con el Estado Islámico y luego regresan con la intención de atentar. Puede parecer que se está justificando la violencia. Y es que son muchos los factores que explican el yihadismo: la colonización europea posterior al imperio turco y la creación tutelada e interesada de los estados de Oriente Próximo, el conflicto entre chiíes y suníes, las infinitas guerras de Afganistán, la incompatibilidad entre Israel y los árabes, los intereses del petróleo, las monarquías sátrapas del Golfo y su doble juego (alianza prooccidental y promoción del fundamentalismo islámico), la invasión de Iraq, el juego ambiguo de Turquía e Irán... Son muchos los factores que explican este problema viejo y trágico que ahora, con explosivo tremendismo, hace metástasis en el corazón mismo de Europa.
No sé qué medidas hay que tomar. Y dudo que lo sepan los que mandan (aunque la entiendo, me sorprende la reacción sobreactuada de Hollande). Ahora bien, cuando leo las historias de Molenbeek no puedo sino inquietarme, pues se parecen mucho a las historias que se cuentan de nuestras poblaciones de acogida. Los votantes adiestrados con una foto me recuerdan a los pakistaníes que apoyaron Collboni. La “banda de la place” de Molenbeek, la del “hachís, fiestas, pequeños robos”, me recuerda la anécdota que me contó Ramon, profesor de instituto. Animaba a sus alumnos a participar por las tardes de actividades extraescolares subvencionadas como inglés, música o fútbol. Le contestaron: “Preferimos ir con Moha”. “¿Y qué es lo que hace Moha?”. “¡Vende hachís, profe! Gana mucho”. Molenbeek demuestra que el hilo de la pequeña delincuencia puede llevar a la radicalización épica y al atentado sanguinario.
Federico Steinberg, investigador del Instituto Elcano, explicó el otro día en Girona, en el marco de las conferencias de la UdG sobre globalización, que el PIB francés puede subir medio punto o más con el gasto público de la guerra en Siria. Es un gasto que los alemanes y la UE tolerarán por empatía. No soy capaz de afirmar o negar su utilidad. No quisiera pecar de ingenuo. Ahora bien: existe un gasto público restringido que debería aumentar mucho más que el militar: la educación. Intervenir
Molenbeek demuestra que el hilo de la pequeña delincuencia puede llevar a la radicalización épica y al atentado sanguinario
militarmente es incierto (puede ir bien o mal), en cambio reforzar la estructura educativa de los barrios en riesgo es una carta segura. Unos días antes del atentado de París, he tenido la suerte de conocer a una chica extraordinaria, Hanna, de 16 años. Su madre lleva velo y vive en un lugar tan duro o más que Molenbeek. Hanna, que está cursando los estudios en un instituto con brillantez y acaba de presentar un trabajo de investigación sensacional, me cuenta que quiere estudiar Filología Inglesa. Su madre está convencida de que, gracias a los estudios, Hanna tendrá una vida mejor.
Yo no sé qué podemos hacer para solucionar los interrogantes y amenazas que nos plantea el yihadismo, pero no tengo duda de que el camino de la Hanna es el bueno y que tenemos que hacer lo que convenga para potenciarlo.