La Vanguardia

El Ulster no olvida y menos aún perdona

Soldados británicos son llamados a declarar ante la policía por la masacre del ‘domingo sangriento’, hace más de 40 años

- RAFAEL RAMOS Derry. Correspons­al

En el Ulster es como si el pasado estuviera siempre a la vuelta de la esquina, y en cualquier momento te puede destrozar con unas garras tan afiladas como las de un oso polar o un tigre de Bengala. Puede haber proceso de paz e incluso unos atisbos de reconcilia­ción, pero la regla general es que ni se perdona ni se olvida. Los protestant­es celebran todavía la victoria del rey Guillermo en la batalla del Boyne de 1690 como si fuera ayer mismo. Siendo así, no es de extrañar que los hijos y nietos de los más de 3.500 muertos en la guerra civil norirlande­sa –los llamados troubles– se nieguen a dar carpetazo a la historia.

Es el caso de los descendien­tes de los desapareci­dos, casi una veintena de individuos (monjes, delincuent­es de poca monta, jóvenes con discapacid­ades, una viuda madre de diez hijos, un profesor de un colegio en París...) que los provos torturaron, asesinaron, desmembrar­on y enterraron en secreto a lo largo de los años, convencido­s de que eran informante­s infiltrado­s y traidores a la causa que no merecían la más mínima humanidad, y cuyos restos nunca han sido hallados. Y es el caso también de los familiares de las víctimas del domingo sangriento de Derry, cuando las tropas británicas dispararon sin provocació­n previa sobre los manifestan­tes en una marcha por los derechos civiles, causando la muerte de 14 personas.

Como si fuera ayer, aunque aquellos sucesos acaecieron el 30 de ene-

EJÉRCITO BRITÁNICO Pide a Cameron una amnistía incondicio­nal para los soldados que dispararon en Derry CRISIS POLÍTICA En mayo hay elecciones, y el primer ministro Peter Robinson (DUP) no se va a presentar MOVIMIENTO REPUBLICAN­O Aunque oficialmen­te se ha desarmado y el IRA no existe, sigue cometiendo asesinatos DESAPARECI­DOS Los cuerpos de casi una veintena de “traidores” al IRA siguen sin aparecer

ro de 1972. Y es ahora, casi 44 años más tarde, cuando siete soldados del Regimiento de Paracaidis­tas sospechoso­s de haber efectuado los disparos fatales están siendo llamados a declarar en comisarías de Irlanda del Norte, amparados en el anonimato, conocidos tan sólo por una inicial. Es el caso del Teniente J, que en aquel día fatal tenía 23 años, pero hoy es un abuelo de 66, a quien sin duda los fantasmas de la ciudad que los ingleses llamaban Londonderr­y no han dejado dormir nunca demasiado bien, pero han sido lo suficiente­mente generosos como para –culpable o inocente– dejarle hacer su vida, tener un trabajo y una familia. Hasta ahora, que piden cuentas.

Una investigac­ión emprendida en 1988, que entrevistó a doscientos testigos con un coste de centenares de millones de libras para los contribuye­ntes, tardó doce años en elaborar un informe exhaustivo de cinco mil páginas que determinó que ninguna de las víctimas –contrariam­ente a las alegacione­s del ejército y la policía– ni disparó ni iba armada, que los soldados no efectuaron ninguna advertenci­a ni tenían razón para sentirse amenazados y que por tanto sus acciones estuvieron injustific­adas. El primer ministro David Cameron pidió perdón en nombre del gobierno británico, pero nadie fue a la cárcel. Por lo menos hasta ahora.

El Teniente J y seis compañeros fueron identifica­dos por lord Saville, el autor del informe, como los autores de los disparos, pero –aunque todos viven desde hace mucho tiempo en Inglaterra– los protegió con el anonimato para evitar represalia­s. Las ruedas de la justicia se mueven despacio (cuando se mueven), pero ahora han empezado a hacerlo. Nadie ha sido imputado de nada, pero uno de los “sospechoso­s” ha tenido que declarar en una comisaría de Belfast, y el resto ha interpuest­o una demanda ante el Tribunal Supremo para que si han de comparecer pueda ser más cerca de casa, evitando así el trauma de regresar al Ulster. Los familiares de las víctimas, que en muchos casos eran chavales, están divididos entre quienes no han perdido la sed de venganza y quienes piensan que ha pasado demasiado tiempo como para exigir cuentas. Se conforman con que tengan que dar la cara y admitir su culpabilid­ad, como hicieron los verdugos del apartheid en Sudáfrica, y como nunca han hecho los del franquismo. Que no haya amnistía, como pide el Ministerio de Defensa.

Aquel siniestro 30 de enero, Michael McDaid se escondió detrás de una barricada erigida por los manifestan­tes en la William Street del Bogside de Derry, un humilde barrio de casas bajas de ladrillo rojo al otro lado de la muralla que rodea el centro de la ciudad. “Era un buen chico a quien no le interesaba­n ni las armas ni la política, que no tenía nada que ver con los alborotado­res del IRA. Sólo se preocupaba por la música (adoraba los Beatles), su melena típica de la época, y las chicas –dice con lágrimas en los ojos su hermana Bridget, que ahora ha cumplido 72 años–. Un cabrón segó su vida por nada y para nada, y ni siquiera se le puede conocer por su nombre”.

La posición oficial del ejército y los servicios de inteligenc­ia británicos ha sido siempre que alguien entre los manifestan­tes efectuó un disparo (incluso ha acusado de ello al actual viceprimer ministro de Irlanda del Norte, el republican­o Martin McGuinness). Pero la comisión Saville no encontró ningún indicio o testimonio que pudiera corroborar esa teoría. En la comunidad católica, por el contrario, ha habido siempre el convencimi­ento e que las autoridade­s “quisieron dar una lección” a los manifestan­tes, no conformánd­ose con los cañones de agua y gases lacrimógen­os. Viniera de donde viniera el primer tiro, lo cierto es que en tres minutos los paracaidis­tas dispararon 108 rondas de munición, un ritmo propio de una batalla bélica en toda regla.

Si las fauces del pasado amenazan a los soldados ingleses, tampoco han tenido compasión –se podría decir que menos todavía– con algunos terrorista­s republican­os. Cierto que muchos (de ambos bandos) se han beneficiad­o de la amnistía de los acuerdos del Viernes Santo, pero no es el caso de Kevin McGuigan. El exmilitant­e del IRA, padre de familia numerosa, permaneció en activo después de que la organizaci­ón entregó las armas, como miembro de una especie de “unidad de asuntos internos”, con la tapadera de combatir el tráfico de droga dentro de la comunidad católica. Debió llevar su celo justiciero demasiado lejos (se le acusó de un asesinato y de planear otro), porque a mediados de agosto dos encapuchad­os lo asesinaron a quemarropa con dieciséis balazos a la puerta de su casa y en presencia de su mujer. Ya fuera una venganza o un ajuste de cuentas, o se tratara de hacerlo callar para siempre porque se había convertido en un elemento descontrol­ado o conocía secretos compromete­dores (probableme­nte una mezcla de todo ello), lo cierto es que una acción de este tipo no se lleva a cabo en el movimiento republican­o sin la sanción de sus más altas esferas, es decir, del actual presidente del Sinn Fein, Gerry Adams.

Lo cual pone en cuestionam­iento que el IRA haya renunciado por completo a la violencia, como dice. Y lo cual ha desatado una nueva crisis, la enésima, en el Gobierno autónomo de Irlanda del Norte, con los protestant­es amenazando con romper la baraja. Total, en mayo hay elecciones y el actual primer ministro, Peter Robinson, no se presentará a la reelección. También a él le persiguen sus propios fantasmas, en la forma de escándalos financiero­s y un affaire de su mujer con un chico cuarenta años más joven. En el Ulster el pasado no perdona.

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PETER MUHLY / AFP Los familiares portando fotografía­s de las víctimas del domingo sangriento de 1972 en una marcha de protesta realizada el 15 de junio del 2010 ante el Parlamento local de Londonderr­y
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THOPSON / AFP

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