La Vanguardia

La insoportab­le levedad de los elogios

- Sergi Pàmies

Cada afición tiene sus caracterís­ticas y, en materia de adhesiones, el barcelonis­mo actúa de un modo distinto con los jugadores que con los entrenador­es. Con los jugadores, el Camp Nou es arbitrario. Larsson, por ejemplo, fue aclamado desde el primer día mientras que a Eto’o, que jugó en la misma época, nunca le regalaron ni elogios ni cánticos. El amor es ciego, y es lícito suponer que, a la hora de consolidar preferenci­as, interviene­n factores extrafutbo­lísticos. Contra la Real Sociedad, el público estaba tan satisfecho de compartir un momento suntuoso de juego y resultados que incluso decidió aclamar a Dani Alves.

Alves ha sido, con diferencia, el titular más cuestionad­o de los últimos años. Casi todos los culés lo hemos traspasado en conversaci­ones privadas y hemos utilizado expresione­s como “envuelto y con un lacito en el mercado de invierno” o “más que amortizado” para reforzar nuestro argumento. Y hemos caído en la mezquindad de criticarlo por hortera y poco elegante (como si nosotros fuéramos Cary Grant) o por incendiar las salas de prensa con despropósi­tos y castigarno­s con vídeos de una envidiable alegría vital . Por suerte para Alves y para el Barça, después de unos partidos erráticos o negligente­s, el jugador siempre recupera la concentrac­ión y, si se lo propone, vuelve a ser uno de los pilares del equipo.

En materia de elogios, Luis Enrique es un caso fascinante. Como desde el primer día manifestó que la bolsa de valoracion­es críticas se la trae floja y no ha disimulado su desprecio por la mayoría de los periodista­s, ha sido coherente con esta impermeabi­lidad mediática. Ignorar los elogios es su modo de protegerse de las críticas, que siempre acaban llegando. En las salas de prensa, suele mantener dos registros diferentes. Uno, más atento y discursivo, con los (tres) periodista­s que respeta, y otro, más lacónico o cáustico, con el resto de la canallesca. Ahora que los resultados y el juego propician diagnóstic­os temerariam­ente categórico­s y eufóricos, puede regodearse en la contemplac­ión del espectácul­o de un cierto histerismo oportunist­a en la toma de posiciones.

Las dos tendencias más extremas de este show son la urgente conversión de los que hasta hace cuatro días lo cuestionab­an y, aún más divertida, el tono perdonavid­as de los que, sin haberlo defendido demasiado y practicand­o un doble complejo de superiorid­ad, enfatizan retroactiv­amente el mérito que no tienen. Y es que la vanidad de poder decir “yo ya lo dije” puede tener connotacio­nes grotescas. Este baile de adhesiones tiene que ver con la abundancia y forma parte de los 116 años de historia del club.

De la experienci­a acumulada se pueden aprender algunas cosas. Por ejemplo: que cada culé es libre de establecer su propia jerarquía de afectos, que no siempre concuerdan con una valoración objetiva del talento y el rendimient­o. Y también conviene no olvidar que si conviertes tu jerarquía en un dogma-tabarra y haces ostentació­n de ello, luego no te quejes cuando las evidencias te dejen con la vanidad y el culo al aire. Cuando mi padre me insistía en que no había visto nunca a un jugador tan eficaz como Alcántara y tan valiente como Sagi-Barba, yo le contradecí­a con idolatrías alternativ­as. Y cuando mi hijo se declaraba devoto de Saviola, yo me preguntaba si era un ídolo lo bastante potente para merecer una devoción tan intensa. Y probableme­nte ninguno

De la experienci­a acumulada en 116 años se pueden aprender algunas cosas

de los tres (o puede que los tres) tenía razón.

Por eso es interesant­e que Luis Enrique siga siendo impermeabl­e a las fluctuacio­nes de adhesiones y al reparto de certificad­os de pureza futbolísti­ca. En según qué debates privados y públicos, a veces da la impresión de que los culés no puedan cambiar de opinión. Y que, si lo hacen, deban someterse a una autocrític­a pública digna de la revolución cultural maoísta y que, humillados, deban admitir que se equivocaro­n con Luis Enrique, como si su opinión fuera más importante que el trabajo del entrenador. Y, mientras tanto, sobre el césped, el espectácul­o continúa, convincent­e y esperanzad­or. Y el espectácul­o no afecta a la firmeza de las conviccion­es y a la satisfacci­ón de los culés que ya tienen su propia opinión, privada, silenciosa y quizás más intuitiva que racional, sobre Luis Enrique.

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ÀLEX GARCIA Luis Enrique imparte instruccio­nes durante el partido del sábado
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