La última posesión en Tánger
Tiene los días contados. El Gran Teatro Cervantes de Tánger dejará de pertenecer al Estado español, que negocia su entrega definitiva al reino de Marruecos. El edificio modernista más importante del patrimonio español fuera de las fronteras, adquirido por Primo de Rivera en 1928, será entregado a las autoridades marroquíes, que se comprometen a su rehabilitación, equipamiento y conversión en un centro cultural polivalente.
El sueño de Esperanza Orellana, una sevillana emigrada a la ciudad norteafricana a principios del siglo XX, acaba definitivamente con este traspaso, cuyos detalles se negocian aún y que deberá ser aprobado por el nuevo Congreso que salga de las elecciones del día 20. Una de las condiciones impuestas por España es el mantenimiento de la estructura del edificio, y especialmente de su icónica fachada, que une un gran motivo central de azulejos modernistas donde se encierra el nombre del teatro, con una serie de esculturas clásicas o los relieves de músicos que rematan el edificio.
España pierde el histórico teatro tangerino, que llegó a ser el mayor del norte de África, con una capacidad para 1.400 espectadores, pero al mismo tiempo garantiza su salvación si se cumplen los términos del acuerdo. En 1974 fue arrendado a la municipalidad de Tánger y en 1993 celebró su última actividad: una exposición fotográfica. En el 2007, ante el estado de degradación que presentaba el edificio, el Gobierno de Rodríguez Zapatero aprobó una partida de 95.000 euros para llevar a cabo una “intervención de urgencia”. En el 2010 fue necesario apuntalar el edificio, y aunque la fachada se mantiene en pie, el interior es pasto de la degradación y el abandono.
Los diferentes intentos de recuperar el teatro no han terminado de concretarse. El más importante de todos fue el llevado a cabo por la asociación universitaria hispano-marroquí Sostener Lo que se Cae, impulsada por el granadino de origen marroquí Ahmed Benattia Melgarejo, que elaboró una planificación cultural, pero sin un plan de viabilidad económica capaz de sustentarla. La intención de Benattia era recuperar el edificio “como símbolo de la necesidad de convivencia construida sobre el ahora, a través de una comunicación directa, libre por completo de filtros que enturbien el diálogo”.
Esperanza Orellana y su marido, el marino Antonio Peña, hicieron fortuna en Tánger. En 1911, el cónsul español de la época les convence para levantar un teatro en una finca que la sevillana había heredado de su tío, situada en la zona portuaria de la ciudad. Bernabé López García, arabista y gran conocedor de las vicisitudes del teatro, recuerda que el matrimonio español “quería realizar una gran obra patriótica que diera prestigio a la comunidad española de la ciudad”.
Encargado al arquitecto Diego Jiménez, el edificio fue inaugurado en 1913, con la decoración encargada al escultor Cándido Mata. Desde aquel momento se convertiría en un imán para la colonia española y también para los sefardíes de Tánger, que convirtieron el teatro en un foco de cultura española. Alberto Israel, un judío de Tánger, aún recuerda con orgullo la actuación de Lola Flores en el Cervantes: “Sacó en brazos a su hija Lolita, recién nacida. Eso nunca se me olvidará”. Como tampoco los fastuosos bailes de fin de año que se celebraban en sus instalaciones.
En la década de los años cincuenta la comunidad española en Tánger alcanza la cifra de 30.000 personas. La mayoría era gente muy modesta, exiliados económicos o políticos. “El régimen franquista utilizó en aquella época el Gran Teatro Cervantes de Tánger como el único sitio donde podía exhibirse fuera de España”, recuerda el periodista Manuel Cruz. Por allí desfiló lo mejor de la cultura patria de entonces, desde Juanito Valderrama hasta Marifé de Triana, de Manolo Escobar a Antonio Molina.
Bernabé López recuerda que “fue un teatro por encima de sus posibilidades, la manifestación del éxito de la inmigración española y una aventura patriótica. Pero también debía ser un negocio, y ni el propietario inicial ni el Estado le sacaron gran beneficio”. El escenógrafo Alberto Pimienta recuerda que las grandes compañías teatrales y de espectáculos “recalaban en Tánger antes de dirigirse a sus grandes giras por América”.
La independencia de Marruecos marcó el inicio del regreso de los españoles de Tánger, lento al principio y más intenso a finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta. La presencia de grandes artistas nacionales empieza a cortarse y el edificio es utilizado para otras actividades. Se convierte en la primera sala de proyecciones que lleva el cine sonoro a Tánger, acoge actos benéficos, incluso es escenario de combates de boxeo y lucha libre.
La decadencia del edificio comienza una carrera desenfrenada durante la década de los setenta. La marcha verde organizada por Hasan II en 1975 marca el final de la presencia de la ya escasa comunidad española que aún permanecía en el norte de Marruecos. Hoy, el edificio es un mero observador somnoliento de las actividades rutinarias de los vecinos del barrio, de los grupos de jóvenes que charlan y fuman en sus inmediaciones, y de las mujeres que se pasan la tarde sentadas en sus aceras.
El traspaso del Teatro Cervantes a Marruecos marca definitivamente el final de un Tánger mitificado que ya no existe. Una ciudad en otro tiempo internacional, cosmopolita y desmedida que el escritor estadounidense Paul Bowles definió como una “sucursal del paraíso”, en la que ya es prácticamente imposible encontrar la huella de Bowles, de Burroughs, de Ginsberg o de Truman Capote, fascinados por un mundo que vivió su gran aventura durante los años que fue zona internacional.
Con el traspaso del Cervantes se diluye la huella de los miles de españoles que hicieron de Tánger un centro de libertad en los años más negros de la dictadura franquista. Escritores como Ramón Buenaventura, periodistas como Eduardo Haro Tecglen o directores del mundo de la cinematografía como Emilio Sanz de Soto, encargado de fotografiar ese mundo antes de que desaparezca definitivamente.
España negocia la
entrega definitiva a Rabat del Gran Teatro de Tánger, que durante casi cien años fue foco imprescindible de la cultura española en el norte de África