La batuta mágica
El gigante de la música contemporánea muere en Alemania a los 90 años
Muere el director de orquesta Pierre Boulez, el más grande músico francés vivo y sin duda uno de los gigantes de la música de la segunda mitad del siglo XX, capaz de transformar en el santuario operístico de Bayreuth la manera de interpretar a Wagner.
Era el más grande músico francés vivo, y sin duda uno de los gigantes de la música de la segunda mitad del siglo XX. Un gran director de orquesta exacto y transparente de oído insuperable y de precisión infalible sin necesidad de batuta que transformó en Bayreuth la manera de interpretar Wagner. Un fundador de instituciones musicales decisivas como el Ircam o la reciente Philarmonie de París. Y un compositor siempre en busca de la modernidad: la que venía del arranque del siglo XX, con la música de Schönberg –aunque enterraría su dodecafonismo con un artículo titulado Schönberg está muerto –,yla que permitía en el sonido la nueva revolución electrónica y digital. Un creador polémico que nunca se mordió la lengua –en su momento sugirió que “la solución más elegante para el problema de la ópera era volar los teatros de ópera”– y cuyo carácter podía ser cuanto menos complicado. Muchas veces colérico. Era Pierre Boulez y falleció el martes a los 90 años en su casa de Baden-Baden, en Alemania, país al que se autoexilió en los años sesenta tras darle un portazo al ministro de Cultura francés de la época, nada menos que André Malraux, por su política musical.
Malraux no sólo rechazó sus propuestas de reforma –entre otras cosas, Boulez había calificado la Ópera de París de “gueto lleno de mierda y polvo”– sino que además nombró a alguien musicalmente muy conservador al frente de la música en el ministerio. Que con Boulez no contaran. Pero obviamente, volvería. Sería una década más tarde, pero en medio triunfó por el mundo entero, convirtiéndose en un director deseado que puso en el repertorio global la música del siglo XX. Dirigió orquestas como la de Cleveland o la sinfónica de la BBC y en 1971 es nombrado director de la Filarmónica de Nueva York, donde sucederá nada menos que a Leonard Bernstein. Una orquesta a la que no logrará imprimirle el giro copernicano deseado y donde permanecerá seis años antes del regreso a su país de la mano del presidente Georges Pompidou. En París dirigirá desde 1976 el nuevo Ensemble Intercontemporain
–con el que en 1984 dirigiría tres piezas de Frank Zappa–, el primer conjunto estable dedicado a la música contemporánea, y fundará y dirigirá desde 1977 en el Centre Pompidou su poderosa rama de investigación musical, el Ircam, el Institut de recherche et de coordination acoustique/musique, para la experimentación musical electrónica y acústica.
Tomaría así definitivamente el poder en la música francesa, en la que sus consejos, decisiones e iniciativas serían omnipresentes: Hitler de la Europa musical, le llamaron algunos. No es raro que las reacciones a la muerte del maestro hayan sido, por supuesto, superla- tivas. “Pierre Boulez ha hecho brillar la música francesa en el mundo. Como compositor y director de orquesta siempre quiso pensar su época”, ha declarado el presidente francés, François Hollande. “Sentía con su cabeza y pensaba con su corazón”, ha explicado a modo de homenaje su amigo de más de medio siglo Daniel Barenboim. “Fue uno de los mayores compositores del siglo XX y creo que obras como
Répons o El martillo sin dueño permanecerán para siempre en la historia de la música”, ha asegurado el director de la Ópera de París, Stéphane Lissner.
Nacido en 1925 en Montbrison (Loira) en el seno de una familia burguesa y no relacionada con la música, Boulez escondió pronto su genio para las matemáticas, la física o la química para poder perseguir su pasión. A los 18 años se instalaría en París y allí estudiaría armonía con el maestro Olivier Messiaen, que le abrió vastos horizontes y le ofreció cursos gratuitamente. Pese a lo cual acabarían mal: Boulez calificaría de “música de burdel” su Sinfonía Turangalila, y Messiaen recordaría que “cuando entró en clase por primera vez era muy amable, pero pronto entró en cólera contra el mundo entero”.
Apasionado por la poesía y la novela (Char, Mallarmé, Cummings, Proust), por las artes visuales (Klee, la Bauhaus) y la arquitectura –Frank Gehry fue su amigo– y los avances de la ciencia y la tecnología, mantuvo un intenso diálogo sobre la composición musical con la vanguardia musical de su tiempo, del siglo XX, un grupo inigualable que ahora él cierra: Karlheinz Stockhausen, Luciano Berio, Luigi Nono, Bruno Maderna, Henri Pousseur o Bernd Alois Zimmermann. Vanguardias no le faltarían. John Cage le permitió conocer en Nueva York a los pintores Willem de Kooning, Philip Guston o Jackson Pollock. Gracias a Edgar Varèse se cruzó con Alexander Calder. André Masson, Joan Miró o Alberto Giacometti diseñarían las cubiertas de sus discos. Y con el director teatral Patrice Chéreau llevó a cabo la Tetralogía de Wagner en Bayreuth, donde le quitó al Parsifal el “ritual pomposo y fúnebre con que lo habían cargado”.
El mandarín, en fin, impulsaría un sinfín de iniciativas de las que la última sería la nueva Philarmonie de París, el flamante edificio de Jean Nouvel inaugurado a principios del 2015 tras innumerables polémicas y sobrecostes. Sería una nueva ocasión para la que un Boulez ya enfermo, débil y sin dirigir siguiera sin morderse la lengua ante los políticos cuando la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, sugirió incluir en el programa de la Philarmonie músicas urbanas. “Hay más audacia y modernidad en La consagración de la primavera de Igor Stravinsky que en todos los raperos y rockeros encerrados en su ritmo a cuatro tiempos y sus repeticiones sin fin”. La misma audacia y modernidad que Boulez persiguió ferozmente durante nueve décadas de intensa vida.
Fue un polemista inagotable que dio un portazo a André Malraux o pidió volar los teatros de ópera