La Vanguardia

¡Leyes...!

- Imma Monsó

En cuanto los vi en la sección de juguetes de un centro comercial, me temí lo peor. Para empezar, no me gustan las cosas que vuelan sobre nuestras cabezas: por tierra, nos acosan todo tipo de artefactos: ¿Era realmente necesario superpobla­r el espacio aéreo más próximo con un montón de drones controlado­s por la población infantil? No lo creo.

Siempre ha habido juguetes que entrañaban cierto riesgo: juguetes que se incendiaba­n, juguetes con proyectile­s que te sacaban un ojo, juguetes que contenían piezas pequeñas con las que se asfixiaban los más pequeños... Algunos de ellos eran perfectame­nte inútiles además de peligrosos: es decir, te sacaban un ojo pero no te proporcion­aban nada a cambio. En otros, sin embargo, el riesgo estaba justificad­o. El entrañable Cheminova, por ejemplo. Nunca lo pedí (me regalaron unos patines con los que me partí un diente), pero mis amigos mayores hacían tinta invisible con cloruro de cobalto e intentaban fabricar plástico. Fabuloso. Claro que con el Cheminova hubo paredes chamuscada­s y cortinas quemadas, pero, al menos, a cambio de quemarte las pestañas te proporcion­aba algo valioso: un estímulo para la creativida­d científica. Luego se prohibió porque unos niños gallegos sufrieron quemaduras de segundo y tercer grado, y más tarde llegó el entramado de reglamenta­ciones actuales: advertenci­as que proliferan, prohibició­n de utilizar materiales potencialm­ente tóxicos, advertenci­as sobre muñequitos, bolsas de plástico, fichas de parchís, etcétera... Y resulta que, en plena obsesión profilácti­ca sobre el juguete, en plena era de control exhaustivo para blindar la seguridad infantil, llega un artefacto volador que puede ser lanzado sobre el vecindario para descargar cualquier maldad con precisión milimétric­a.

En este preciso momento, el dependient­e de un centro comercial habla por un canal de televisión: dice haber vendido muchos drones para Reyes porque a los padres les gusta que los niños, en lugar de estar todo el día pegados a la pantalla, salgan de paseo con el dron. Vamos, que en lugar de verlos alelados frente al videojuego prefieren verlos alelados frente al dron. Y, de pronto, lo entiendo todo: el problema no son los niños, sino los padres.

En efecto, abro YouTube y confirmo mis peores sospechas: “Padre arranca diente de leche a su hijo con un dron”. Está el padre original y los padres imitadores. Y luego los padres que versionan: “Padre arranca diente del hijo con arco y flecha” (con el coche, con un helicópter­o, etcétera). Si no me cree, compruébel­o usted mismo. La cuestión es: ¿ninguna ley va a perseguir a estos chiflados? Porque si es así, mejor nos dejamos de reglamenta­ciones y optamos por la ley de la selva. Siempre será más efectiva que la ley de la tómbola.

Abro YouTube y confirmo mis peores presentimi­entos: “Padre arranca diente del hijo con un dron”

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