“Me debes un pizzicato”
Con los gigantes, la primera impresión es física. Como si se pudiera llegar a tocar el aura de una persona ultracarismática. Lo experimenté al conocer a Rostropovich. Y pasó de nuevo en enero de 1990 con Boulez. Volé de Nueva York –donde finalizaba mis estudios– a París para una audición con el Ensemble InterContemporain tras oír que había una vacante de cello solista. Y ahí estaba, en la ronda final, leyendo a vista la Serenata op 20 de Schönberg. Boulez escuchó mi primer intento, se levantó, se acercó y me dio algunas indicaciones. Estaba de pie a dos metros, con la partitura en una mano y dirigiendo con la otra. Y sentí en esos 40 segundos de música lo que iba a experimentar durante la siguiente década que pasé en su ensemble: una presencia absoluta, una intensidad que galvanizaba a sus intérpretes, para sacar lo mejor de ellos y a veces incluso un poco más. De hecho, el primer encuentro tuvo lugar en el lavabo del edificio, donde coincidí con otro candidato. Entonces entró Boulez, por razones más que terrenales, se rió y dijo: “Ah, esos son los últimos Salons où l’on cause”, refiriéndose a las veladas burguesas proustianas.
Esta mezcla de intensidad en el trabajo y de ligereza amigable de la vida diaria volvió a aparecer al día siguiente, cuando mis padres recibieron una curiosa visita en su taller de cerámica en la Provenza. Una mujer menuda cargada de energía abrió la puerta y dijo: “¡Hola, soy la hermana de Pierre Boulez, quien me envía para ver de dónde viene su nuevo recluta!”.
La anécdota ilustra una cualidad de Boulez: por mucho que el proceso creativo fuera el epicentro de su vida, se preocupaba por los que el rodeaban. Siempre estuvo disponible para cualquier problema que sus músicos tuvieran con el instrumento o su salud. En una ocasión me hice daño en la mano y estuve seis meses sin tocar. Recibí cartas regularmente.
Se ha dicho todo sobre su legendario oído. Lo confirmo. Lo oía todo en la música más compleja. Un año después de unirme al Ensemble, dábamos conciertos en Badenweiler. El programa incluía la misma Suite de Schönberg de la audición, y en el ensayo general me salté una nota del pizzicato en la entrada, en un pasaje en el que sucedían muchas cosas, así que pensé que pasaría desapercibido. Pierre no interrumpió la pieza, pero cuando me encontré con él en el pasillo, me cogió del brazo y riendo dijo: “¡Aún me debes un pizzicato!”
Mi primer paso con sus composiciones fue profundo. El primer ensayo con el Intercontemporain fue con el psicodélico Répons .De nuevo, lo físico. Tras noches practicando (nunca antes había tenido que aprender algo tan difícil) bajé las escaleras del Ircam y me uní en el Espacio de Proyección con los 30 músicos y un enorme sistema electrónico en lo que fue una sacudida sonora. ¿Cómo podía la música ser tan densa, compleja, tener múltiples capas y tanta intensidad? No podía entender qué pasaba, pero sentí que era parte de algo fuerte y revolucionario. Cuando más tarde indagué en su lenguaje musical me di cuenta de que su genio se construyó sobre la rara combinación de una mente excepcionalmente brillante con un proceso de construcción diario muy paciente. ¿Qué aprendí de mis diez años de contacto diario con el maestro además de una fidelidad rara y genuina y altruismo? Que para realizar grandes proyectos necesitas respetar y amar lo que haces, concentrarte y dedicarte enteramente y seguir paso a paso, un pizzicato tras otro.