La Vanguardia

Reyes: el día siguiente

- Julià Guillamon

La gente de Poblenou de mi edad asocian la mañana de Reyes con el papel de Almacenes Triunfo, una tienda de juguetes de la Rambla del Poblenou, al lado de donde ahora está la peluquería Compte. Era un papel blanco, con unos grandes topos negros y amarillos. Entre ellos debía poner el nombre de la tienda. Cuando te levantabas para ver lo que te habían traído los Reyes (en casa, para darle realismo, los regalos aparecían en la habitación de mis padres que era la única en la que el balcón daba a la calle), veía el papel con los topos negros y amarillos: ¡Almacenes Triunfo! Los círculos tenían una fuerza sugestiva bestial. Hasta el punto que recuerdo el envoltorio y he olvidado, en cambio, muchos de los regalos que envolvía. En aquella época no se entendía que si un paquete ya estaba bien envuelto se volviera a envolver. No era como ahora que encima del papel de la tienda se pone papel de regalo, y a veces un relleno, para que no sea tan obvia la forma de lo que hay dentro. Cuando mis sobrinos eran pequeños y se abrían todos los paquetes, me encargaba de apartar el papel y ponerlo en bolsas para que no se mezclaran envoltorio­s y juguetes. Cuando era niño, había muchos menos papeles y producían más impresión, creo yo.

Después salíamos por las casas: primero, la vecina de al lado (mientras tuvimos vecina), la tía Enriqueta y finalmente íbamos a comer a casa de mis abuelos, con mis tíos. Regresábam­os sofocados, sudados. Algún juguete deseado se había quedado en casa de los abuelos para que pudiésemos jugar en nuestras visitas (los coches teledirigi­dos, que gracias a esta precaución familiar, todavía funcionan: no jugamos mucho con ellos). Aquella noche del día de Reyes, había bula. Al madelman nuevo le montábamos el campamento en la mesilla de noche. Y como era la litera de arriba, parecía que estaba frente al acantilado que terminaba en la cama de abajo, con el sombrero de trampero de piel de zorro.

Estamos ya donde quería llegar: el día siguiente. Todos los juguetes en sus cajas, amontonada­s por tamaños, de mayor a menor, sobre una silla en la habitación de coser. Las cajas que todavía no se han roto por los ángulos. En el interior, los enmoldados de plástico con las formas de las figuras y todas las piezas pequeñas guardadas en bolsitas. Aunque ya se había perdido, no sé cómo, una cantimplor­a del trampero o un tirante de la puerta de la nave espacial. Nos parecía terrible. Pero ¿qué sería un día de Reyes sin alguna pieza pequeña perdida o rota? “Antes de sacar otro juguete hay que guardar este con el que estáis jugando”, nos decía mi madre. Era lo que, más o menos, intentábam­os hacer. Teníamos el deseo de prolongar, al menos hasta el día 9 cuando empezaba el colegio, la promesa de novedad del día de Reyes, evitando que los juguetes nuevos se mezclaran entre sí y sobre todo que se mezclaran con los juguetes viejos, que representa­ban todo lo que queríamos dejar atrás. Ahora dirían que celebrábam­os el solsticio de invierno.

Nos parecía terrible: pero ¿qué sería un día de Reyes sin alguna pieza pequeña perdida o rota?

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