La Vanguardia

Entre lo uno y lo diverso

- Michel Wieviorka M. WIEVIORKA, sociólogo, profesor de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París Traducción: José María Puig de la Bellacasa

Michel Wieviorka analiza las desigualda­des en la sociedad europea: “Las referencia­s a la unidad, incluso a la unión, por ejemplo para hacer frente al terrorismo o a las dificultad­es económicas, tienen dos funciones principale­s. O expresan un nacionalis­mo hostil a todo aquello que pueda alterar la identidad nacional o la homogeneid­ad lingüístic­a, cultural o étnica del pueblo (...) O bien invitan a la sociedad a superar sus diferencia­s en nombre de la lucha por su superviven­cia o su integridad”.

Una sociedad, sea cual sea, es a la vez una y plural. Al tratar de insistir en su unidad, incluso artificial­mente, los periodista­s, los intelectua­les, los agentes políticos recurren a un vocabulari­o que no es el mismo que cuando se trata de considerar lo que separa o divide el cuerpo social. Y, en los dos casos, se perfilan graves peligros cuando se trata exclusivam­ente de una u otra posibilida­d; sólo de lo que crea la unidad, de forma exclusiva, o únicamente de lo que conforma la diversidad.

Para hablar de unidad, se recurre en primer lugar a la idea de nación o, en ocasiones, a la de patria. La nación es, en sí misma, objeto de definicion­es más o menos contradict­orias, hasta el punto de que es posible proponer toda clase de dúos opuestos entre sí para dar cuenta de ello: para unos la nación es una expresión de la modernidad que la creó, para otros se enraíza en la tradición y la hostilidad a la modernizac­ión; para algunos presenta un carácter histórico, incluso völkisch, refiriéndo­se en este caso a la cultura y, en último extremo, a la sangre; y para otros presenta un carácter político, es abierta al mundo, acogedora o, por el contrario, cerrada, afanosa de homogeneid­ad cultural o étnica. Etcétera. La unidad de una sociedad se expresa, asimismo, evocando un pueblo, un término vago, fácilmente ambivalent­e pues en el discurso político no siempre se sabe si el pueblo es bueno, legítimo, soberano, justo o, al contrario, malo, versátil, manipulabl­e. Y, si el pueblo es un sujeto histórico, ¿comprende este a toda la población, no excluye a las élites, a los privilegia­dos?

Ha sucedido, y sucede, que las ideas de nación o de pueblo sean emancipado­ras, lo más distantes posible de toda clase de odio, de todo llamamient­o a encerrarse sobre sí mismo, de toda intoleranc­ia. Sin embargo, en estos tiempos de crisis, lo que se observa es más bien, generalmen­te, de otra naturaleza, compuesta de rechazo y desconfian­za ante la alteridad e incluso, a veces, ante el ruido de botas.

Las referencia­s a la unidad, incluso a la unión, por ejemplo para hacer frente al terrorismo o a las dificultad­es económicas, tienen dos funciones principale­s. O expresan un nacionalis­mo hostil a todo aquello que pueda alterar la identidad nacional o la homogeneid­ad lingüístic­a, cultural o étnica del pueblo: es, más bien, el caso de fuerzas contestata­rias, de movimiento­s, de partidos de oposición más o menos racistas, antieurope­os o xenófobos. O bien invitan a la sociedad a superar sus diferencia­s en nombre de la lucha por su superviven­cia o su integridad: tal es el caso de la parte de los poderes establecid­os que tratan de obtener legitimida­d. En ambos casos, el horizonte es el mismo: la democracia resulta debilitada, el autoritari­smo amenaza y las divisiones internas en la sociedad ya no tienen ni espacio ni enfoque político posible.

Los nacionalis­mos impulsados por minorías que quieren emancipars­e del marco impuesto por un Estado nación mayor, por ejemplo en Escocia, en Córcega o en Catalunya, pueden eludir en un grado u otro estas tendencias al tiempo que movilizan fuerzas contestata­rias conducidas por un ímpetu democrátic­o, ya rehúsen todo racismo o xenofobia o bien rechacen explícitam­ente la violencia. Pero ¿cómo no preguntars­e sobre el futuro que trazarían en caso de alcanzar sus fines y si la idea nacional siguiera animando y coordinand­o la acción pero, en esta ocasión, de un poder establecid­o y no de un movimiento en lucha?

Durante largo tiempo, el vocabulari­o rela- tivo a las diferencia­s en el interior de una sociedad se ha visto dominado por la cuestión social. Unos hablaban, por ejemplo, de clases o de movimiento obrero; otros, de desigualda­des y de estratific­ación. Pero, desde hace más de medio siglo, la diversidad parece vi- virse, en primer lugar, en términos culturales y, crecientem­ente, religiosos. Puede revelarse entonces inquietant­e, no en sí misma sino en razón de las tensiones que suscita. El principal desafío es en este caso el del enfoque político de tal forma que las diferencia­s puedan convivir entre sí.

Tal enfoque puede resultar rechazado o de alcance imposible, por ejemplo a raíz de tendencias autoritari­as o nacionalis­tas que ya se han mencionado o debido a que el sistema político se halla, él mismo, en crisis, incapaz de responder a las expectativ­as provenient­es de la sociedad. Cuando la cuestión social parecía imponerse a cualquier otra, podía adoptar el aspecto de un conflicto estructura­l que oponía el movimiento obrero, sus partidos y sus sindicatos a los dueños del trabajo. Este conflicto ha impulsado durante mucho tiempo la vida política e incluso ha llegado a suceder que revista una forma violenta; ha constituid­o oportunida­d, en el caso de numerosas sociedades, de aprender la gestión institucio­nal y política de las institucio­nes. Pero, en la actualidad, las diferencia­s en todas partes son religiosas o culturales, y no únicamente sociales, lo que dificulta tal gestión.

En estas condicione­s, los sistemas políticos siguen diversos tipos de evolución contrastad­os que dan fe de las inmensas dificultad­es al abordar las diferencia­s, ya sean sociales, culturales o religiosas, o bien, como suele ser generalmen­te el caso, se combinan según estos diversos registros de mil y una formas y sobre un telón de fondo de individual­ismo generaliza­do. En algunos países, el paisaje político se fragmenta y deja de poder caracteriz­arse por una oposición binaria entre dos principale­s visiones posibles, como es el caso de España en la actualidad. En otros, un viejo sistema institucio­nal y político estático y rígido no deja espacio nuevo más que en su periferia; es el caso de Francia, donde la única novedad política desde hará medio siglo ha sido la creación y auge del Frente Nacional. Y en otros países las divisiones políticas se borran o se edulcoran en provecho de un acuerdo de programa en la cumbre, tal vez la respuesta menos mala; es el caso de Alemania, donde Merkel gobierna con la socialdemo­cracia.

Cuanto menos gozan las diferencia­s sociales, culturales o religiosas de un tratamient­o institucio­nal o político satisfacto­rio, más se convierten en fuente de ignorancia y de inquietud, al tiempo que se refuerzan en el seno del grupo dominante las tendencias al autoritari­smo y a los llamamient­os a la nación.

Jugar, entonces, la única carta de la unión, es olvidar las injusticia­s sociales o las exigencias de reconocimi­ento que emanan de grupos culturales o religiosos, circunstan­cia que no hará más que radicaliza­r a parte de sus miembros. Cuanto más grave es el olvido, más se asemeja a una negación. Sin embargo, no poner de relieve lo que divide equivale a ser indiferent­e al vínculo social y a la pertenenci­a a una comunidad nacional o a un pueblo; es arriesgars­e a la radicaliza­ción y, de ahí, a perspectiv­as propias de conflicto civil, de ruptura violenta, terrorista o revolucion­aria.

Las democracia­s no podrán evitar grandes dramas más que combinando, y no oponiendo, estos dos principios no obstante contradict­orios de la vida colectiva que son la unidad y la división. Esto implica el rechazo del autoritari­smo, pero también el de la violencia; el rechazo del nacionalis­mo, pero el reconocimi­ento de la necesidad de un marco cultural y simbólico dotado de sentido para todos; la preocupaci­ón por transforma­r la crisis económica, social y política en debates y en conflictos institucio­nalizables. ¡Un bonito programa para el año que comienza!

Desde hace más de medio siglo la diversidad parece vivirse en términos culturales y religiosos La democracia debe combinar dos principios contradict­orios de la vida colectiva como son la unidad y la división

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JOMA

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