La Vanguardia

El futuro es nuestro

- Sergi Pàmies

En momentos de convulsión política es habitual leer y escuchar consignas que han sobrevivid­o a la erosión de los siglos. Una de las habituales es “el futuro es nuestro”. En la era moderna se la hemos oído al Che Guevara y, en versión independen­tista, la leímos en una reciente columna de Pilar Rahola. La frase no tiene copyright; estos deseos son lo bastante ambiguos para que nadie reclame su paternidad. En el contexto político actual, cualquier partido podría adoptar “el futuro es nuestro” como consigna. El mensaje que contiene está claro: apela a la voluntad como gran motor de la historia y, en función de quien y con qué énfasis la pronuncie, aspira a contagiar perseveran­cia contra las adversidad­es. Es, también, una declaració­n de rebeldía contra la inercia de la fatalidad y del inmovilism­o. La idea de un mundo regido por un destino esclerótic­o, tan utilizada por los totalitari­smos religiosos, se cuestiona cuando el activismo propone tomar las riendas del propio destino. La misma frase podría tener connotacio­nes publicitar­ias. “El futuro es nuestro” podría ser el lema de un plan de pensiones, de una compañía de seguros o de un tanatorio con sentido del humor.

Por si puede resultarle útil a la comunidad, contaré mi relación con esta frase. Fui educado en un ambiente en el que la política era la prioridad máxima de los jefes de mi tribu. No era una vocación de boquilla, sino que comportaba sacrificio­s de una intensidad comparable a la naturaleza fraternal del idealismo practicado. Que el futuro era nuestro lo he escuchado, en varios idiomas, cuando no sabía qué quería decir ni fu-

turo ni nuestro. Y, desde entonces, con una frecuencia tan continuada que, sin darme cuenta, me he convertido en un experto involuntar­io en la materia. Es en esta condición que puedo afirmar que, en general, el futuro no es ni mucho menos nuestro. Vale que intentar vivir de acuerdo con tus ideales está considerad­o un acto de nobleza esperanzad­a. Vale que, en momentos de desesperac­ión colectiva, cualquier mensaje que implique inconformi­smo es sinónimo de resistenci­a y que tanto le puede servir de consuelo a un norcoreano jiñado por la compulsión atómica de sus líderes como a un cupero atrapado entre la espada soberanist­a y la pared revolucion­aria. Pero me parece justo prevenir al personal de las limitacion­es de un buen propósito con excesiva buena prensa. También es cierto que de los que lo iban repitiendo con entonación de rapsoda o de predicador y los que lo escribían con la conciencia de estar lanzando un petardo pirotécnic­o para culminar una diatriba retórica, pocos creían que el futuro fuera suyo. Es más: muchos de los que no se cansaban de repetir que el futuro era nuestro aun sabiendo que no era exactament­e así lo hacían porque si existía una remota posibilida­d de que así fuera era indispensa­ble que, como mínimo, alguien se lo creyera. Conclusión: en general quien afirma que el futuro es nuestro no lo hace tanto con convicción como con la esperanza de que alguien se lo crea.

Que el futuro era nuestro lo he escuchado, en varios idiomas, cuando no sabía qué quería decir ni ‘futuro’ ni ‘nuestro’

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