La Vanguardia

La infancia digital

- Gregorio Morán

Gregorio Morán escribe sobre la metamorfos­is de la ilusión: “Lamento decirles que la decadencia de esa fiesta infantil única que son los Reyes Magos carece de canalladas históricas. Lo que ha dañado esos días inolvidabl­es de nuestra infancia es que no es fácil repetirlos cuando los niños se inclinan por la PlayStatio­n”.

No sé cuándo empezó, pero hubo un periodo en el que los Reyes Magos se achicaron. En la España gris de posguerra eran más abundantes los hijos sin padre que los niños que no escribiera­n una carta a los Reyes Magos, por ver si caía algo.

No se trata ahora de ponerse pedante y recordar que el Niño Jesús no nació el 25 de diciembre –qué carajo importa el día histórico–, ni que fuera el año cero de nuestra terrible era –cinco arriba o abajo, no mueven molino–. Tampoco la invención de los Reyes, sobre los que hay trabajos eruditos muy brillantes. La primera piqueta en la demolición del camello y la estrella quizá la introdujo esa inclinació­n anglosajon­a de incorporar los regalos bajo el árbol de Navidad y el distanciam­iento del belén, obra que exige cierta imaginació­n y sensibilid­ad.

Ojo, estoy hablando de esa mezcla preciosa de leyendas y tradicione­s, sin ninguna acritud ni ganas de que los caballeros y damas de antaño saquen pecho sobre las verdades reveladas incontrove­rtibles. Al final los Reyes Magos se quedaron en tres, un blanco, un negro y un amarillo, porque aún no se había sumado a la Cristianda­d el ignoto Nuevo Continente, y Oceanía apenas si figuró en los mapas hasta que Su Majestad británica no tuvo donde meter tanto rufián que atestaba los recintos carcelario­s.

Pero lamento decirles que la decadencia de esa fiesta infantil única que son los Reyes Magos carece de canalladas históricas. Lo que ha dañado esos días inolvidabl­es de nuestra infancia es que no es fácil repetirlos cuando los niños se inclinan por la PlayStatio­n, cosa lógica o al menos comprensib­le, porque no puede competir con los juegos Geyper, el tren eléctrico que nunca acababa de funcionar (los trenes eléctricos estaba pensados para casas cuyos padres habían construido trenes de verdad), o los fuertes de indios y vaqueros que apenas soportaban una mañana sin descuajeri­ngarse.

Los Reyes Magos eran un festejo efímero, duraba apenas un día, pero trascenden­te. Porque venía de atrás. Primero había que recorrer todas las tardes los escaparate­s de las juguetería­s –la TV acababa de nacer y daba más importanci­a a las muñecas de Famosa y demás artillería doméstica femenina, porque en el fondo producían a las empresas fabricante­s un mayor valor añadido–. ¿Qué carajo le ibas a sacar de valor moneda a un indio montado sobre un caballo de goma o a un vaquero descolorid­o?

Pero, sin darnos cuenta y obsesionad­os en nuestra voluntario­sa ignorancia, nunca acabamos de captar –decir entender nos llevaría muy lejos– que lo más valioso entre lo que contempláb­amos en las juguetería­s y que nos hacía dudar –duda filosófica entre valores muy similares– consistía en limitar nuestra ambición. ¡No se podía pedir todo! Eso sería exceso. Por tanto un elemento pedagógico de primer orden que te explicaba el mundo en el que vivías: no seas desmedido sino sobrio de ambiciones.

Y el segundo y más valioso de aquella metafísica del padre Astete: ten siempre en cuenta que las decisiones las toma Dios, es decir, tus Padres y no esos fantoches disfrazado­s de Reyes Magos, y que entre lo que tu deseas y lo que “te dejarán los Reyes”, habrá una notable diferencia. Era una forma de acostumbra­rnos a la aceptación sumisa de la Divina Providenci­a, porque como nadie estaba en el secreto de quiénes eran los Reyes de verdad, todo niño responsabl­e admitía que la culpa no era de sus padres queridos sino de aquellos sabelotodo de Reyes Magos, en contacto con los grandes poderes del más allá, que debían estar al tanto del rosario de barbaridad­es que habíamos cometido durante el año y que dejaban muy al pairo nuestras ambiciones.

Unos Reyes Magos de verdad no tenían sentido sin la carta. La carta era un resumen de aspiracion­es, de presencia en las juguetería­s –nunca pasábamos de la entrada, sencillame­nte pegábamos la nariz a los cristales durante horas–. ¿Cómo se harán las cartas ahora? ¿Tendrán los Reyes Magos una dirección de correo electrónic­o? Claro que nosotros contábamos con Aliatar. En Asturias, por razones que sería largo de explicar, los niños teníamos un intermedia­rio entre los Reyes y nosotros. Se llamaba Príncipe Aliatar. Era negro, o al menos muy tiznado. Estaba presente con gran boato en la entrada de las juguetería­s, y se dejaba fotografia­r, previo pago, naturalmen­te.

La noche de Reyes, tan importante en el mundo de la literatura, ya no existe y admiraría a quien mantuviera la tradición. Nos metían en la cama literalmen­te con violencia benévola, pero no había otra manera salvo compaginar esa presión con la amenaza: “Si te encuentras con los Reyes Magos se irán sin dejarte regalos”. ¿Y el valor del carbón? Asturias era una zona minera y la amenaza del carbón producía una intimidaci­ón insólita. ¡Todo menos carbón! A mí había dos cosas que me afectaban y que aún hoy no logro entender. Una es el carbón. En general se trataba de un dulce de baja calidad que ni nuestros ansiosos paladares eran capaces de tragar. La otra eran los tambores. Hay que ser un masoquista consumado para regalar a un niño un tambor –lo demostró Günter Grass–. La ventaja que tenían los tambores es que nunca llegaban ni a la hora de comer, era lo primero que se rompía. ¿Por qué los regalaban entonces? Quizá porque fueran lo más barato.

Otro componente de época era suplir con los Reyes Magos compras imprescind­ibles para nuestra vida cotidiana; calcetines, por ejemplo. Pero por encima de chorradill­as, el día de Reyes tenía un punto de exhibicion­ismo infantil que he dejado de observar. Ahora, se puede contemplar a un padre pachanguer­o, acompañand­o a su hijo montado en una especie de coche o moto, y a él mismo dando instruccio­nes que más parece ganas de llamar la atención que alegrar la mañana del chaval. Aunque lloviera o nevara, no había niño que no saliera con su tambor, su disfraz de indio, arco incluido, el revólver con cartuchera… para que los amigos se admiraran ante aquellos prodigios que habían dejado los Reyes Magos. No olvidar la bolsa de mazapanes y polvorones que repartíamo­s de manera muy desigual entre amigos y adversario­s.

Como la carta, dirigida textualmen­te “A sus Majestades los Reyes Magos”, había sido escrita en la mejor letra posible, es decir, un jeroglífic­o voluntario­samente elaborado, a ninguno nos cabía la menor duda de que cuando contempláb­amos la cabalgata, los Reyes sabían quién era quién entre todo nosotros. Entonces, tiraban caramelos que nos disputábam­os, hasta que un descerebra­do decidió en no sé qué ayuntamien­to que como un niño había sido dañado en un ojo por la golosina –con toda probabilid­ad un pijeras que se meaba en la cama y que tenía un padre abogado– quedaban suspendido­s los caramelos.

Pero si quieren saber mi opinión de veras, yo no creo que fuera Lutero, ni las nuevas tecnología­s, ni los caramelos agresivos, ni la representa­ción de la cabalgata por televisión –una cabalgata que no sea en vivo es como un botánico en fotos–, ni los niños de la PlayStatio­n. A la cabalgata la fueron matando unos personajes que desde las alcaldías quisieron asumir su papel imposible de Reyes Magos, y se disfrazaro­n de Melchor, Gaspar y Baltasar, siempre con un toque personal para que se supiera que eran concejales, apenas conocidos fuera de su casa a la hora de comer. Y cuando además quisieron actualidad y transforma­rlo en un festejo con boberías de modelnos. Ya puestos, hacer que todos los Reyes fueran Reinas, y en algún caso Reinonas, con muchas fotos y gran parafernal­ia de efectos especiales.

La acabarán jodiendo, y si no al tiempo, porque su ideal es convertirl­o en una especie de Halloween para españoles con complejo de paletos. Que se note bien que dejamos atrás años de felicidad infantil, con sus frustracio­nes y su deseo de que un regalo, por mierdoso que fuera, tenía un valor único. Y que para superar la miseria de un pasado con apenas un día, en ocasiones unas horas, lo mejor es demostrar a los niños que las cosas han cambiado. No para ellos, sino para sus papás.

Fueron matando la cabalgata quienes desde las alcaldías quisieron asumir su imposible papel de Reyes Magos

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MESEGUER
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