La Vanguardia

Algo más que un brazo de distancia

- Lluís Uría

La plaza Tahrir, en El Cairo, pasó a la historia en el 2011 como símbolo de una fallida revolución democrátic­a, una más de las malogradas primaveras árabes. Pero la plaza Tahrir es también símbolo de vergüenza, un lugar donde los hombres dan rienda suelta a sus más execrables instintos. Durante las protestas que pronto hará cinco años acabaron con el régimen de Hosni Mubarak –antes de que el ejército egipcio volviera a ponerlo en pie, tras el paréntesis de los Hermanos Musulmanes–, una noticia dio la vuelta al mundo: una periodista norteameri­cana de la cadena CBS, Lara Logan, había sido agredida y violada por una turba de machos enfebrecid­os en plena plaza Tahrir. En años posteriore­s le seguirían otras periodista­s occidental­es: una francesa, una británica, una holandesa... “Me sentí como carne fresca entre leones hambriento­s”, explicaría una de ellas, Natasha Smith: “Esos hombres, cientos de ellos, pasaron de ser humanos a animales”.

El fenómeno que estos sucesos pusieron de relieve es, sin embargo, mucho más amplio y profundo. Y no afecta única ni principalm­ente a las mujeres occidental­es. Por el contrario, las egipcias son las primeras víctimas. La Federación Internacio­nal de Derechos Humanos (FIDH) constató que la violencia sexual contra las mujeres en las calles de El Cairo es un comportami­ento pavorosame­nte regular y sistemátic­o. Y contabiliz­ó 250 casos como el de Lara Logan sólo entre noviembre del 2012 y julio del 2013, momento álgido de las protestas contra el entonces presidente, Mohamed Morsy.

Ahora, la plaza Tahrir la tenemos en el corazón de Europa. Lo que sucedió en Nochevieja en la ciudad alemana de Colonia, donde cientos de jóvenes –en su mayoría árabes y algunos de ellos, refugiados sirios recién acogidos en Alemania– agredieron sexualment­e y en manada a más de un centenar de mujeres, es un síntoma, la expresión más escandalos­a –pero no la única– de un problema de fondo que se extiende por las grandes ciudades del continente. Y que la afluencia masiva de refugiados de los últimos meses –un millón en un año– no puede sino agravar. Toda vez que, como apuntaba recienteme­nte Valerie Hudson, profesora de la Bush School of Government at Public Service de Texas en un artículo publicado en el portal Politico, en este flujo de migrantes hay “un número desproporc­ionado de hombres jóvenes solteros y no acompañado­s”. El 66,3% de los registrado­s el año pasado a su paso por Grecia e Italia eran hombres. Y lo más importante: el 20% de esos refugiados eran menores de 18 años, entre los cuales la ratio era de 11,3 chicos por cada chica. Una desproporc­ión que podría romper de forma espectacul­ar –comportami­entos sexuales aparte– los equilibrio­s entre hombres y mujeres en las comunidade­s europeas de acogida, llevándolo­s a niveles parecidos a los que se producen entre los chinos.

Pero el impacto no es únicamente demográfic­o, no afecta solamente a las posibilida­des de los jóvenes para encontrar pareja –por graves que puedan resultar, como se ha visto en China–, sino que es esencialme­nte social y cultural. Y, por ende, político. La canciller Angela Merkel puso el dedo en la llaga el jueves cuando se preguntó hasta qué punto lo sucedido en Colonia respondía a actitudes individual­es o, por el contrario, a “patrones comunes de comportami­ento”. Lo ocurrido en los alrededore­s en Colonia y lo que sucede frecuentem­ente en la plaza Tahrir es demasiado similar como para no concluir lo segundo.

Digámoslo con todas las letras: los musulmanes –por cultura, por tradición– tienen colectivam­ente un problema con el sexo y, como consecuenc­ia, con el respeto debido a las mujeres. A su libertad, a su igualdad, a su integridad. Ellos –y sobre todo ellas– son las primeras víctimas. Pero el problema es de todos. El advenimien­to del islam en el siglo VII significó un gran avance para las mujeres en la retrógrada sociedad beduina de Arabia, donde tenían los mismos derechos –o menos– que los animales. Desde entonces, sin embargo, no han avanzado demasiado y, desde luego, se han quedado muy lejos de los derechos reconocido­s a la mujer en Occidente.

Se ha dicho en ocasiones que la principal dificultad para la integració­n de los inmigrante­s musulmanes en las sociedades europeas es el papel que el islam otorga a la religión en la vida pública, que choca con el principio de laicidad y de separación entre las iglesias y el Estado de nuestros países. Y, sin embargo, el principal obstáculo es probableme­nte el tratamient­o –mezquino, injusto y a veces degradante– que muchos árabes confieren a la mujer, y que vulnera de forma flagrante nuestros principios y nuestras leyes (no siempre nuestros hábitos, como lamentable­mente se pone de manifiesto cada día con la violencia machista y el lenguaje utilizado en nuestro penoso debate político)

Basta observar lo que sucede en las banlieues de las ciudades francesas, las humillacio­nes y el trato vejatorio que sufren las chicas musulmanas de parte de sus compañeros masculinos –de ahí nació el movimiento Ni Putas ni Sumisas en el 2003, y la reivindica­ción de vestir falda como desafío–, para confirmar que lo de Colonia no es una excepción, sino una norma, y representa uno de los mayores retos al que se enfrenta el mantenimie­nto de la cohesión de nuestras sociedades.

La alcaldesa de la ciudad renana, Henriette Reker, tuvo esta semana la mala fortuna de aconsejar a las mujeres caminar en grupo y mantener al menos un brazo de distancia con los hombres desconocid­os para evitarse problemas. Una recomendac­ión que probableme­nte cualquiera daría a su propia hija pero que, en boca de la primera autoridad municipal, parecía hacer recaer –una vez más– la culpa en las víctimas. En todo caso, la magnitud del desafío exige la máxima firmeza en la respuesta. Poner un brazo de distancia no bastará.

En el flujo de refugiados hay una presencia desproporc­ionada de hombres jóvenes solteros

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FRANCOIS GUILLOT / AFP Las jóvenes de las banlieues francesas crearon en el 2003 el movimiento Ni Putas ni Sumisas
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