La ejecución en política exterior
Suele atribuirse al cineasta Woody Allen una frase que dice que “el 80% de la vida es salir al campo de juego”. Se podrá discutir el porcentaje, pero lo que dice Allen es importante: hay que estar en el juego (ser un jugador) para tener alguna posibilidad de éxito. Lo mismo vale para los asuntos internacionales. Si salir al campo es el 80% de la vida, al menos el 80% de la política exterior es seguir en él. Tener buenos planes, buenas intenciones y buena capacidad de negociación es esencial, pero no basta. Como en casi todo en la vida, que la política exterior funcione (o no) depende en gran medida de la implementación y la ejecución.
Esta observación será sometida a prueba más de una vez en el 2016 y los años siguientes. Un ejemplo notorio es el Acuerdo Transpacífico (ATP) firmado en octubre por doce países asiáticos y americanos del cinturón del Pacífico. Si entra en vigor, aumentará el comercio internacional, estimulará el crecimiento económico y fortalecerá los vínculos de Estados Unidos con aliados regionales que, de otro modo, podrían tener motivos para acercarse a China. Pero su entrada en vigor todavía está sujeta a la aprobación de los parlamentos en la mayoría de los doce países firmantes. De particular importancia será el resultado en EE.UU. y Japón, primera y tercera economía del mundo. De hecho, todo el mundo está expectante de lo que suceda en Estados Unidos. Pero la aprobación del Congreso estadounidense no es nada segura porque los candidatos presidenciales (todos los demócratas y los principales republicanos) se expresaron en contra. Si se llega a la votación, será pareja, y es mucho lo que hay en juego, porque si el ATP no se ratifica habrá serias dudas sobre la eficacia política de Estados Unidos y su capacidad de ser un socio confiable para sus aliados.
La segunda prueba será Siria, probablemente el mayor fracaso internacional de estos últimos años. En diciembre, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó por unanimidad la resolución 2254, que establece un marco político para una guerra civil de casi cinco años que se cobró hasta 300.000 vidas y creó millones de refugiados.
Pero un marco no es más que un bosquejo. Y en este caso, menos que eso, porque la resolución no dice nada sobre el futuro político del presidente sirio, Bashar el Asad, y el momento en que dejará el poder. También genera más preguntas que respuestas sobre cuáles serán los grupos de la oposición siria que participarán en las negociaciones. Dadas las muchas divisiones dentro de Siria y entre sus vecinos, es probable que para pasar de la resolución a un alto el fuego y un acuerdo político se necesiten años (e incluso puede que pequemos de optimistas).
A los diplomáticos todavía les espera una tercera prueba, derivada del acuerdo sobre el clima alcanzado en París en diciembre. Dicho acuerdo incluye compromisos voluntarios de los gobiernos, que no son más que promesas de hacer lo mejor que puedan. Y como el acuerdo no es legalmente vinculante para sus firmantes, el único castigo para quienes lo incumplan será la reprobación de sus pares.
La cuarta prueba surge del acuerdo firmado a mediados del 2015 por los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad, Alemania e Irán para la limitación del programa nuclear iraní. Es indudable que habrá muchas discusiones sobre el cumplimiento de las obligaciones por parte de cada uno de los firmantes (y en particular, Irán). Más importante aún, habrá que tomar medidas para tranquilizar a los vecinos de Irán y evitar que se vean tentados a avanzar en programas nucleares propios, y para asegurar que Irán no desarrolle armas nucleares una vez vencidos los plazos que fija el acuerdo.
De todo esto podemos extraer algunas enseñanzas. La primera es que, si bien nunca es fácil llegar a acuerdos internacionales, no hay que entusiasmarse demasiado el día de la firma. Todavía queda que los negociadores consigan el apoyo de sus gobiernos, que nunca es automático, especialmente en democracias como la estadounidense, donde suele ocurrir que los poderes del Gobierno están bajo control de diferentes partidos políticos.
La segunda es que entre las negociaciones y la implementación hay una tensión inevitable. En muchos casos, para lograr un acuerdo hay que dejar sin resolver detalles cruciales. Esta ambigüedad creativa es garantía de que la fase de implementación se complicará a medida que haya que encarar las decisiones difíciles postergadas.
En tercer lugar, es inevitable que en ocasiones la implementación del acuerdo por alguna de las partes no se considere adecuada. Resolver episodios de presunto incumplimiento puede resultar tan difícil como la negociación original.
Lo que nos lleva al comienzo. Los cuatro grandes acuerdos internacionales logrados en el 2015 (el ATP, la resolución del Consejo de Seguridad sobre Siria, el acuerdo sobre el clima y el pacto nuclear con Irán) exigieron arduas negociaciones. Que funcionen en el 2016 y los años siguientes resultará aún más difícil. Como podría explicarnos Woody Allen, es como la diferencia entre escribir un guion y hacer una película.
Si bien nunca es fácil llegar a acuerdos internacionales, no hay que entusiasmarse demasiado el día de la firma