La Vanguardia

Diario de un europeo cosmopolit­a

Verlaine, Rilke, Nietzsche, Einstein, Mann, Diaghilev... son algunos de los personajes que conoció el conde Kessler

- JOSEP PLAYÀ MASET Barcelona

Con sólo 12 años empezó un dietario donde anotaba impresione­s sobre sus actividade­s, sus amigos y sus viajes. Y lo continuó durante 57 años. El resultado fueron nueve volúmenes y más de 8.000 páginas. Es el diario del conde Harry Kessler, calificado por el escritor Karl Schögel como “el diario del siglo XX”.

Ese retrato certero y minuciosos de la Europa de la belle époque, la anterior a la segunda guerra mundial, se complement­a con el relato de los encuentros de Kessler con los grandes personajes del momento: Verlaine, Rilke, Nietzsche, Einstein, Rodin, Nabokov, Keyserling, Mann, Diaghilev, Rubinstein, Maillol, Munch, Strauss, Woolf... Sus anotacione­s, que van desde el 16 de junio de 1880 al 30 de septiembre de 1937, se creían perdidas hasta que en 1985 fueron halladas en una caja de seguridad de un banco en Palma de Mallorca, población en la que se había refugiado poco antes de morir huyendo de los nazis. Desde su hallazgo se han ido publicando en Alemania y sólo falta por editar un volumen, el primero, el que cubre desde los 12 hasta los 24 años. Y de todo ese ingente material ahora nos llega por primera vez su versión en castellano, gracias a una antología del historiado­r José Enrique Ruiz-Domènec, y traducción de Raúl Gabás, que publica Libros de Vanguardia.

Es una visión cosmopolit­a sobre un momento histórico que desembocó en el nazismo. Y nos llega “a través de una personalid­ad lúcida y polémica, sutil y recatada, comprometi­da y brillante” –Ruiz-Domènec dixit– que vivió en primera línea los grandes acontecimi­entos de su época y conoció a sus protagonis­tas. Aristócrat­as, burgueses, artistas y políticos compartier­on con Kessler comidas, conciertos, viajes y conversaci­ones. Pese a sus orígenes el autor de estos diarios supo granjearse amistades en todos los sectores y en el plan artístico confió en las vanguardia­s, en la pintura de Picasso y Munch, en las novelas de Proust y Musil, en la poesía de Apollinair­e o en la música de Stravinski. Del mismo modo que admiraba a Velázquez y Cézanne, compraba una escultura a Aristides Maillol o le pedía una obra a Edvard Munch, quien en 1906 le haría su retrato más conocido, de pie con bastón y sombrero blanco de ala ancha. Es la imagen perfecta del dandi, parecida a esta otra donde él mismo se describe leyendo Estado y revolución de Lenin en su casa de Berlín mientras se oyen disparos a la puerta de su casa, fruto de los enfrentami­entos tras el final de la Gran guerra. “He oído varias ráfagas, luego una pausa de dos minutos, y siguieron varias ráfagas, y así. ¿Por qué disparan? Eso no lo sabes nunca. Pero se vive como en una ópera de Verdi”.

Harry Clemens Ulrich Kessler nació en el barrio de las Tullerías de París en 1867. Su padre era un banquero de Hamburgo y su madre, una aristócrat­a anglo-irlandesa nacida en Bombay. Primero acudió a un liceo francés, pero a los 12 años su familia lo envió a un internado de lujo, el St. George’s Shool, en Ascot, y con 14 años pasó al Gymnasium Johanneum de Hamburgo. El diario lo empezó a escribir en inglés, y a partir de 1891, en alemán, con expresione­s en francés. Estudió Derecho e Historia del Arte en Bonn y Leipzig y antes de terminar ingresa en el regimiento de ulanos de Postdam. Pronto se refleja su personalid­ad singular, de tal modo que es capaz de simultanea­r su estancia en el regimiento con su interés por las vanguardia­s artísticas, su aceptación en los circulos sociales más elitistas y su derecho a criticar esa misma sociedad, sus perjuicios morales, su deriva imperialis­ta. Los diarios reflejan esa libertad

Libros de Vanguardia publica una selección de las 8.000 páginas del dietario a cargo de Ruiz-Domènec

de pensamient­o que no excluye las alusiones a la homosexual­idad de algunas celebridad­es, aunque es más discreto sobre sí mismo.

Algunas de estas personalid­ades las conoció en la revista Pan, la expresión berlinesa del modernismo, donde participa con apenas 25 años. En 1903 asume la dirección del Museo de Artes y Oficios en Weimar. Durante la primera guerra mundial intervino en el frente como oficial del Estado Mayor, aunque sus comentario­s denotan cierta incomodida­d ante las atrocidade­s.

El impacto de la guerra lo impulsó a meterse en política y en 1918 fue nombrado embajador plenipoten­ciario con categoría de ministro de la nueva república de Varsovia con el objetivo de repatriar las tropas. Luego fue candidado del Partido Demócrata alemán y se le conoció como “el conde rojo”. Se distanció tanto de la revolución rusa y de quienes pregonaban la violencia

como medio de conseguir sus objetivos políticos. “Nunca tuvo el fervor del fanático ni la displicenc­ia del pusilánime”, dice Ruiz-Domènec.

Desde el primer momento Kessler se distanció del nacionalso­cialismo de Mussolini y Hitler. Anotó todos los pasos de un proceso que ya veía con preocupaci­ón, incluidos los desfiles nocturnos con antorchas, las manifestac­iones multitudin­arias o las primeras acciones represivas contra los judios. Y se asustó cuando se empezó a hablar de la regeneraci­ón aria, cuando descubrió que el nazismo se apropiaba de la filosofía de Nietzsche o que una escritora como Helen von Nostitz, su mejor amiga, juraba lealtad a Hitler. En 1933 se ve obligado a huir de Berlín y se traslada a Mallorca, donde empezarán sus problemas físicos. Fallece el 30 de noviembre de 1937 a los 70 años en el castillo de Fournels, en la Lozère, y es enterrado en el cementerio de Père Lachaise de París.

Aparte de sus comentario­s sobre artísticos, destacan sus crónicas de los viajes por Estados Unidos, México, Inglaterra, España, Italia, Grecia... En 1905 anota: “He desayunado en el Savoy. El hotel es la forma moderna del lujo. El hotel correspond­e en democracia a la anterior función del palacio. Hoteles como el Savoy, Carlton o Ritz ofrecen un lujo jamás antes visto. Se hallan entre los signos más visibles de la nueva cultura democrátic­a, es decir construida sobre la base de un incalculab­le número de grandes fortunas”.

El 17 de abril de 1926 llega a Barcelona: “Me ha producido una magnífica impresión la ciudad, que no tiene para nada el aspecto de una entumecida población del sur, ningún rasgo típico de las óperas (...) Tengo la impresión de que es mitad París, mitad Buenos Aires. En cotejo con Italia hay aquí una atmósfera completame­nte distinta, mucho más moderna y auténtica”. Con su amigo y amante Max Goertz se pasea por los jardines de Montjuïc, acude a un local de flamenco y al cabaret Villa Rosa, “disfruta” de una corrida, visita la catedral, Santa Maria del Mar y el museo de arte moderno (“he visto los colosalmen­te severos frescos de Taüll, los bellos Huguets y un grandioso Tiziano”). También se acerca hasta Montserrat (que le recuerda la capilla del Santo Grial) y Sitges, en compañía del músico Jaume Pahissa.

Admira las sardanas y le sorprende que bailen gentes de todas las edades y condicione­s. “Todo sucede como si la gris cotidianid­ad quedara embrujada por un momento, como si se convirtier­a en poesía. En comparació­n con esto, resultan grotescas, antinatura­les y artificios­as nuestras divertidas danzas, los bailes o el penoso recuerdo de las sesiones del té de las cinco”. Y acaba su reflexión, tras recordar que la dictadura de Primo de Rivera ha intentado erradicar el catalán, con una curiosa confesión: “Esta modalidad [la sardana] es la única forma ingeniosa de nacionalis­mo que me ha salido al paso hasta ahora”.

En sus dietarios, que van de 1880 a 1937, advierte pronto de los peligros que suponen Mussolini y Hitler

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Fotografía de 1915 del conde Harry Kessler (1868-1937) KESSLER
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DEUTSCHES LITERATURA­RCHIV MARBACH.

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