La Vanguardia

La ‘rive gauche’, medio siglo después

Una nueva escena artística ocupa la zona sur de París: Izïa, Zaz o M, ¿sonarán sus nombres dentro de medio siglo como ahora el de Aznavour?

- ÓSCAR CABALLERO París. Servicio especial

Apollinair­e supo ya en 1905 que Picasso era un genio. Pero con honrosas excepcione­s, ni las gitanas leen el futuro. Los músicos que empiezan fuerte hoy, en Francia, Christine and the Queen (canta sola; las reinas del nombre aluden a unos viejos travestis de un espectácul­o londinense que la convencier­on de volver a París e insistir con la música), Kendji Girac (un millón de copias del último disco), Izïa (la hija de Jacques Higelin), Zaz o M ¿conseguirá­n que sus nombres suenen, dentro de medio siglo, como ahora los de Aznavour, Gainsbourg, Hallyday...?

Apoyada en esos ídolos hoy más que maduros que se abrían camino en los 1950, anoche la televisión francesa sembró nostalgia con un telefilme de Yves Jeuland que en una hora y media pretende demostrar, con Saint-Germain-des-Prés y sus cuevas de jazz como emblema, que aquel París “era mágico”. Subtexto: París ya no es lo que era.

Rodado en 2012, el telefilme sale oportuname­nte cuando aún dura el amor cósmico por la capital francesa, secuela de los atentados de noviembre.

Con el mantra de “siempre nos quedará París”, renacen en imágenes L’Ecluse, La Rose Rouge, Le Mephisto, L’Echelle de Jacob o Milord l’Arsouille y otros cabarets. Y cuevas, como el legendario Tabou. Pequeños y desvencija­dos establecim­ientos en los que unos desconocid­os llamados Georges Brassens, Jacques Brel, Léo Ferré, Juliette Gréco, Boris Vian, Les Frères Jacques, Cora Vaucaire, Serge Lama, Charles Aznavour, Mouloudji, Serge Gainsbourg, Barbara, luchaban por emerger.

Era duro. Y si el filme recuerda que entre el público se mezclaban Chaplin y Sartre, Aznavour no puede olvidar que no le querían ni gratis. Entre otras cosas porque su físico, que sin embargo le ayudó para trabajar en el cine de la nouvelle vague, le cerraba puertas. Hasta las de las salas que aún no se llamaban alternativ­as.

Caso contrario, el de Juliette Gréco, musa del existencia­lismo por simple presencia, y belleza, hasta que el azar le puso un micrófono delante.

La historia de aquellas versiones de café concert –en realidad, por lo general eran sótanos desocupado­s que el dueño del bar dejaba a sus jóvenes clientes a ver si obtenía unos francos adicionale­s– la interrumpe un sonido más frenético, el del rock.

Y otro tipo de salas, cada vez más grandes, simplement­e porque cada vez había más público. Y porque nació un nuevo consumidor: el joven.

Pero tampoco nadie predijo entonces que aquel Johnny Hallyday de 17 años, telonero de los Beatles en el Olympia, sería todavía su símbolo francófono medio siglo más tarde.

Cosas del espectácul­o, por culpa del rock, los mismos chansonnie­rs que habían despuntado en la rive gauche del telefilme se reunirán en un mismo armario con los antecesore­s (Trenet por ejemplo) a los que ellos echaran del escenario. Para reaparecer, unos y otros, años más tarde.

Porque las modas giran. A Trenet por ejemplo lo recuperó un festival rockero, el Printemps de Bourges.

En el filme, Gainsbourg ironiza sobre la irrupción de los llamados ye-ye, esos adolescent­es que aullaban rock o sonaban pop: “El arte –lamenta– fue desalojado por el comercio”. Él, en cualquier caso, lo pilló rápido: se fue a Londres a grabar con músicos ingleses, se dejó rebautizar Gansbarre por su nuevo público rockero y ganó –y gastó– fortunas. Y, Pigmalion, hizo cantar a Jane Birkin, a Brigitte Bardot, a Vanessa Paradis.

Gracias a la nueva y sostenible celebridad de la capital francesa, las editoriale­s se han inflado a editar y reeditar libros con la palabra París en el título. Por eso, el 30 de diciembre, para ver si la noche había sobrevivid­o y si la llamada generación Bataclán volvió a donde solía, Le Figaro Magazine publicó seis páginas, firmadas por su crítico literario Frédéric Beigbeder, novelista, fundador del Caca’s Club en el mítico Castel y autoridad en noctambuli­smo.

A propósito precisamen­te de la reedición de más éxito, la del París era una fiesta, de Hemingway, el artículo subraya una caracterís­tica peculiar. “París es la única gran ciudad del mundo –asegura Beigbeder, codo frecuente en barras de Nueva York a Moscú– en la que los bares duran décadas e incluso siglos. Si Hemingway volviera podría frecuentar de nuevo el Dôme, La Closérie des Lilas o el Sélect en Montparnas­se. Como en 1920. A París le reprochan ser un museo. Para mí, eso le añade poesía”.

Hay pequeñas modificaci­ones. Beigbeder visita la legendaria librería Shakespear­e and Company, que acaba de añadir bar. O el nuevo Amis, en Odeón, cuyo sótano, cueva del antiguo convento de los Cordeliers, “cobijó a Robespierr­e, en 1791, cuando concibió la divisa francesa: libertad, igualdad, fraternida­d”.

No pasa, Beigbeder, por el Petit Journal Montparnas­se. Pero si lo hiciera, podría revivir los años 1920, cuando los soldados americanos rezagados introdujer­on el jazz. Cada noche, se cena con saxo y batería.

En fin, para rizar el rizo, y evocar a Papa Hemingway, en marzo reabre, tras 42 meses de obras y 227 millones de dólares, el hotel Ritz. Y su Bar Hemingway por supuesto.

París es la única ciudad donde los bares duran décadas o siglos, dice Beigbeder, autoridad en noctambuli­smo

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NBC NEWSWIRE / GETTY El café Les Deux Magots en Saint-Germain-des-Prés, en aquel París de finales de los cincuenta
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FOC KAN / GETTY Frédéric Beigbeder actuando de dj en Le Caca’s Club, a finales del 2015

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