La Vanguardia

El amor es perdedor

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El talento por la música llevó a Janis Joplin y a Amy Winehouse a lo más alto, pero el amor fue su ruina Las dos estrellas murieron jóvenes y dejaron marcada a toda una generación con su voz

Ambas estuvieron tocadas por un don, aunque la insegurida­d se estampilló de tal forma en sus vidas que se transformó en un agónico blues de matadero. Fueron muchachas lindas, con granos, afición por la fast food y los chicos malos; escribían poesía, tocaban la guitarra, eran echadas para adelante, y sin embargo nunca abandonaro­n esa mirada baja con la timidez prendida en la sonrisa. A pesar de su enormidad, Janis Joplin y Amy Winehouse hicieron su carrera musical en menos de una década: a las dos las llamaba la muerte por todos los altavoces – en los shows de Jay Leno se mofaban de las adicciones de Amy-. Las dos murieron con 27 años, la primera por unos chutes de heroína pura, la segunda con un cuerpo bulímico estragado y 416 miligramos de alcohol por decilitro de sangre. Y el desamor bajo la puerta.

Esta semana se ha estrenado en Francia el musical Janis: Little Girl Blue, sobre la vida y obra de la primera estrella de rock femenina, la blanca tejana atormentad­a desde niña, que una vez ganó el concurso del “hombre más feo del campus”. Fue bisexual, rebelde, precoz asaltadora de barras, como Amy, que le cantaba al Tanqueray. La voz de Cat Power lee las cartas que se han conservado de Joplin. “Querida madre, Todo indica que voy a ser rica y famosa. ¡Increíble! ¡Soy tan afortunada! Después de dar tantos tumbos como una chica descarriad­a, llegar ahora a esto. Parece que finalmente algo va a salirme bien”. Lo escribió dos años antes de morir, en febrero de 1968. La historia de Perla, como la apodaban, esa mezzosopra­no del rock que aullaba como una negra con margaritas en el pelo, devuelve el retrato de una generación que cambió el mundo haciendo estallar la libertad en sus manos. Fue algo más aniñada que Amy, la judía del norte de Londres que arrastraba asfalto y soul, la chavala que jugaba al billar y que de mayor quería ser camarera con patines. Su ansia de libertad fue tan bella como venenosa.

Hay dos momentos musicales en el documental Amy que emborracha­n el oído. El primero, con el que arranca el filme –cosido de videos caseros, versiones inéditas y un regüeldo de responsabi­lidades boca arriba–, es un Moon River que interpreta una Amy de 16 años: cuando silabea “hay tanto mundo por ver” se te agarrotan las cervicales. El segundo se halla en la versión de Love is a losing game, un directo en los Mercury Awards: si te enroscas en su quiebro ronco, te humedece los ojos. Lo más sustancial del magnífico documental de Asif Kapadia es que Winehouse nunca fue una don nadie manufactur­ada por la industria, ni una cabecita perdida con vestiditos de rockera y un eyeliner cincuenter­o. Era una chica inteligent­e y superdotad­a musicalmen­te. “Estaba a la altura de Ella Fitzgerald o Billie Holiday” dijo de ella Tonny Bennett. No le interesaba nada que no fuera real. Esa es su fuerza. Sus canciones contaban su vida: “He olvidado la alegría de los amores jóvenes” cantaba en Back to black, con su voz “de sesenta años en el cuerpo de una niña de diecinueve”, la describier­on.

Le preocupaba su pelo, pero encontró un firme aliado: un moño a lo Ronettes, y, para subirse la moral, le suplicaba a su peluquera: “¡más alto, más alto!”. Decía que la fama la enloquecer­ía. La relación con su marido, Blake Fielder-Civil, es demoledora. Quería hacer todo lo que él hacía: cortarse, fumar crack y heroína… fue su amor y su pozo. La cadena de manipulado­res que le imponen un estatus de estrella global es infinita.

Janis y Amy, genios precoces, muchachas lindas sin mapa ni freno para quienes el amor era un juego de perdedores.

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ROB VERHORST / GETTY
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