Cinco años al límite
La obsesión por el control del proceso soberanista marca, determina y condiciona la presidencia de Mas
Cuando después de la primera gran manifestación independentista del 11 de septiembre del 2012 Artur Mas decidió ponerse al frente del proceso soberanista poco podía imaginarse que aquel paso al frente acabaría llevándose políticamente por delante incluso su cabeza. Es más, confiaba en que aquel gesto, concretado en el adelanto de las elecciones, le permitiera controlar una apuesta entonces incipiente –impulsada desde la desconocida Assemblea Nacional Catalana (ANC) que presidía una no menos desconocida Carme Forcadell– con la mayoría absoluta, o casi, que esperaba que las urnas le concedieran. Nada más lejos de la realidad.
El líder de CDC había llegado a la presidencia de la Generalitat, en el tercer intento, a finales del 2010, en un momento álgido de la crisis económica que le auguraba, por sí solo, un mandato especialmente complicado. El proyecto estrella, desde la óptica nacional, era la demanda del pacto fiscal al nuevo gobierno español que saliera de las elecciones generales del 2011, con lo que estaba convencido de que podría agotar sin sobresaltos –los 62 diputados de CiU en el Parlament así se lo garantizaba– la legislatura. Pero la multitudinaria protesta independentista, que en realidad fue una enmienda a la totalidad de la política pusilánime que, a juicio de sus promotores, estaba llevando a cabo el Govern en materia de reivindicación nacional desde la sentencia del Tribunal Constitucional contra el Estatut, le cogió con el pie cambiado y trastocó todos los planes. Artur Mas podía haberle hecho caso omiso, pero, después de un intenso debate con sus más estrechos colaboradores, optó por situarse al frente. Y a partir de aquí los acontecimientos se precipitaron, hasta hoy.
El presidente de la Generalitat no sólo no obtuvo la mayoría absoluta que anhelaba en las elecciones de noviembre del 2012, sino que CiU cayó de 62 a 50 diputados y se vio obligado a compartir el liderazgo del proceso soberanista con la pujante ERC de Oriol Junqueras. El leitmotiv con el que había concurrido a estos comicios había sido el del ejercicio del derecho a decidir, lo que conllevaba –según el pacto de estabilidad que suscribieron CiU y ERC– la celebración de una consulta sobre el futuro de Catalunya a lo largo del 2014. El primer obstáculo por salvar era la fecha en que debía celebrarse la consulta y el contenido de la pregunta, que pocos creían que pudiera requerir directamente sobre la independencia de Catalunya y a la vez tener el apoyo de UDC e ICV-EUiA. Artur Mas lo consiguió en diciembre del 2013 con la famosa doble pregunta que secundaron, además, CDC, ERC y la CUP. El segundo escollo era poder llevar a cabo la consulta en la fecha decidida, el 9 de noviembre del 2014, bien de acuerdo con el Gobierno español, bien de forma tolerada. Y cuando todo apuntaba a que sería imposible realizarla –recurrida por el Gobierno español y suspendida por el Tribunal Constitucional–, Artur Mas se sacó de la manga el proceso participativo alternativo –que le costó el alejamiento de ERC y, curiosamente, el acercamiento de la CUP– que acabó haciéndola realidad, aunque sin ningún valor jurídico, y convirtiéndola en el símbolo del 9-N. El líder de CDC, querella al margen, recuperaba con ello el control de la situación dentro del bloque soberanista que las urnas del 2012 le habían negado.
El siguiente reto era la convocatoria de unas elecciones plebiscitarias que se convirtieran en el referéndum definitivo sobre la independencia de Catalunya, que Oriol Junqueras, por ejemplo, quería que se celebraran de inmediato, pero que Artur Mas pospuso finalmente hasta el 27 de septiembre del 2015. El presidente de la Generalitat se puso entre ceja y ceja, de todas formas, que la única manera de llevar a cabo el plebiscito era con una candidatura soberanista unitaria, y no dio su brazo a torcer –de lo contrario habría agotado el mandato hasta el 2016– hasta que logró que el líder de ERC la aceptara. Así se fraguó Junts pel Sí en julio del 2015, después de meses de tira y afloja –desde el mismo noviembre del 2014, con varias conferencias y reuniones de por medio–, y el nuevo adelanto electoral quedaba certificado. Por el camino, CiU había saltado por los aires –CDC apostaba claramente por la independencia y UDC no le seguía–, UDC se rompía justamente por este motivo y en CDC se abría un proceso de refundación –auspiciado además por el llamado caso Jordi Pujol– de desenlace incierto.
El empeño de Artur Mas había hecho factible la lista soberanista unitaria –con su insólita presencia como número cuatro– para el no menos simbólico 27-S, con la idea, otra vez, de alcanzar una mayoría holgada que le permitiera seguir llevando las riendas del proceso catalán. Pero aquí volvía a errar en el cálculo. CiU y ERC habían obtenido siempre, desde 1984, mayoría absoluta en el Parlament presentándose por separado, y esta vez, haciéndolo juntos –CDC en lugar de CiU–, se quedaban en 62 diputados, los mismos que tenía CiU el 2010. Una cifra con la que el líder de CDC no sólo no retenía el control del proyecto soberanista, sino que su futuro, político y personal, quedaba en manos de la CUP. Tiempo habrá para analizar si aquel empeño por la candidatura unitaria fue acertado y si con listas separadas el resultado hubiera sido otro. De momento, lo obvio es que una de las consecuencias de aquella decisión es que se le ha llevado políticamente por delante.
El hasta ahora presidente de la Generalitat ha dado muestras suficientes, durante sus cinco años al frente de la institución, de audacia y astucia para superar las situaciones más comprometidas. Unas cualidades que no parece que le hayan servido, sin embargo, en el momento de poner fin a su mandato. El paso atrás que ha acabado dando no era el escenario que en ningún caso había previsto, pero es el que la perspectiva del tiempo, también, tendrá que juzgar y situar en su punto justo. Cinco años al límite marcados por la obsesión por el control del proceso soberanista y acabados de forma tan radical como inesperada.
Los acontecimientos se precipitan cuando el 2012 decide ponerse al frente de la demanda de independencia La última jugada, la de la lista unitaria, no le ha salido como esperaba y representa el principio de su precipitado fin