Con vistas al cerebro
Durante las pasadas vacaciones navideñas he viajado, sin salir de casa, a un territorio escasamente conocido y misterioso: el cerebro humano. Lo he hecho de la mano del neurocirujano Henry Marsh, cuyo libro Ante todo, no hagas daño va a publicar editorial Salamandra en castellano este mes. Se trata de una selección de casos clínicos que requirieron la intervención quirúrgica de Marsh, debido a la aparición de aneurismas, a un traumatismo o a un variado surtido de tumores cerebrales, que incluye desde el benigno meningioma hasta el devastador glioblastoma.
Sí, ya sé que la política catalana atraviesa días –y meses y años– históricos; que sus líderes están protagonizando gestas gloriosas; que para los medios de comunicación públicos no hay un tema superior. Pero a mí el libro de Marsh me ha desconectado de todo eso. Pese a estar poblado de tumoraciones terribles, de pacientes desahuciados o sin probabilidades de recuperar una vida normal, de burócratas de la administración británica con poca cabeza que crean nuevos problemas en lugar de ayudar a resolver los ya existentes... Aún así, no he sabido escapar a la atracción de su relato. Confío en que la patria será comprensiva y clemente conmigo.
“¿Qué vista tan fantástica!”, le dice a Marsh uno de sus asistentes en el quirófano, ante el cerebro que van a operar, un sinfín de tejidos y vasos sanguíneos donde interactúan sin descanso, en silencio, las neuronas. Es, en efecto, una visión única. Sabemos que nuestro cuerpo contiene varios órganos imprescindibles; que el corazón bombea sangre hacia toda la anatomía; que los pulmones aseguran la respiración; que el hígado produce la bilis y almacena sustancias nutrientes; que los riñones segregan la orina. Sabemos que cada una de estas vísceras realiza una función perfectamente descriptible mediante mecanismos bien conocidos.
Ahora bien, el cerebro es otra cosa: menos de kilo y medio de materia de la que surgen, no se sabe cómo, nuestra conciencia y nuestras sensaciones. Cuanto somos depende de él. Como recuerda Marsh, todo muere cuando muere el cerebro: nuestro sentido de la identidad, nuestros sentimientos y pensamientos, al amor que sentimos por los seres queridos, la esperanza, la ambición, el odio, el temor...
Aun así, el cerebro dista de ser perfecto. Suele acusar el paso del tiempo y la caída del ritmo electroquímico que en sus días de plenitud le otorga prestaciones enormes y por lo general infrautilizadas. La mayoría de los que lleguen a viejos sufrirán algún tipo de demencia, leve o severa. Y hay algo más grave: la aparición de patologías y tumores, a veces a edades tempranas, que pueden matar a una persona en poco tiempo o convertirla en un vegetal.
Es en ese momento cuando aparecen Marsh y sus colegas, dispuestos a intervenir quirúrgicamente en el órgano rector para librarlo de problemas; a practicar ese ejercicio de funambulismo médico que es la neurocirugía, donde un pequeño error del doctor puede tener consecuencias tremendas e irreparables para el enfermo. Basta con seccionar, accidentalmente, un vaso sanguíneo menor para demoler y reducir a cascotes la catedral de inteligencia y saberes que es el cerebro. Y es entonces, al nublarse el futuro del paciente, cuando el doctor se pregunta cómo contárselo. ¿Con realismo o con esperanza? “La vida sin esperanza –opina Marsh– es tremendamente difícil, pero con cuánta facilidad consigue la esperanza, en definitiva, volvernos necios a todos”.
Según Marsh va describiendo casos, siempre abordados con compromiso, calidez y empatía admirables –también con humor–, el lector se va preguntando: ¿de qué pasta están hechos los neurocirujanos?, ¿cómo reúnen el valor para operar?, ¿o para advertir a sus pacientes que la intervención es de alto riesgo?, ¿o para comunicar a sus familiares, una vez terminada, que el resultado no fue el deseado?
No hay respuestas fáciles para esas preguntas. Quizás pensemos que sí las tienen los neurocirujanos que viven a diario en esa permeable frontera que separa la vida de la muerte y, lo que es peor, la vida de la muerte en vida. Moverse en esa zona, donde el ser humano se asoma al abismo de su finitud, y donde cualquier asunto que puede llenar horas de telediarios se revela de golpe como una futesa, faculta a estos especialistas para discernir entre lo que importa y lo que no.
Ante desafíos tan exigentes, que requieren talento, experiencia y coraje, el neurocirujano da lo mejor de sí. Y a menudo tiene éxito. Pero, aun así, sabe que tras el éxito en la operación más difícil no puede sentirse mucho tiempo satisfecho: el desastre acecha a la vuelta de la esquina. Trabajar bajo esta presión es estresante. Pero alguien tiene que atreverse y hacerlo. Y para ello Marsh sólo conoce un camino: hacer las cosas de tal manera que no tenga nada de lo que arrepentirse cuando llegue su hora.
Tomo nota. E invito a mis congéneres a tomarla.
Un pequeño error del cirujano puede reducir a cascotes la catedral de inteligencia y saberes que es el cerebro