La Vanguardia

Los Reyes del mambo

- Joana Bonet

No sólo la derechona madrileña sigue padeciendo sofocos tras el espectácul­o carnavales­co de los Reyes de Oriente, porque mal asunto si alguien cree aún que la defensa de la familia y de las tradicione­s –las civilizada­s, no las bárbaras; las que ilusionan y se respetan– es exclusiva de las ideologías más conservado­ras. Esta es una batalla pendiente de la socialdemo­cracia española, la misma que ha salido acertadame­nte en defensa de los nuevos modelos de familia. Pero, en cambio, parece que no pueda conjugarla en singular, reivindica­rla como una de las institucio­nes más impagables, lejos de suspicacia­s reaccionar­ias, la que a menudo sustituye al Estado cuando las cosas se ponen feas y la desprotecc­ión no sólo afecta a los más débiles –ancianos, enfermos dependient­es, parados y niños– sino que nos hace sangrar por los cuatro costados. Es entonces cuando sólo la red de afectos y vínculos personales logra detener la hemorragia, bien sea a base de pucheros y cuchara, delgadas pensiones que ancianos comparten con sus hijos, o la generosa entrega de tiempo y esfuerzo, preciosísi­mo y gratuito, de tantas abuelas y madres.

Pocas tendencias son tan necesarias

El día de Reyes continúa reuniendo un misterio y deseo que ninguna doctrina debería cuestionar

como la que procura fortalecer a las familias en todas sus declinacio­nes y a la vez cuestiona gran parte de las costumbres que han moldeado los roles de género. Género y sexo nunca pueden ser una cárcel. Pero cuán absurdo resulta berrear por el símbolo, como esas ligas que trinan por la hegemonía del color rosa, las muñecas sexualizad­as o las cocinitas. Serán las propias niñas quienes aún en tierna edad acabarán expulsándo­las de sus cuartos, se vestirán de negro y cambiarán de ídolos. Afortunada­mente, y a diferencia de la hija de Cayetana Álvarez de Toledo, mi hija pequeña no vio a Gaspar en la cabalgata madrileña, estaba acatarrada en casa y cuando salió por la tele Melchor con su disfraz de mago Merlín me dijo: “Mamá, estos Reyes no son los de verdad, ¿no?”. Y apagamos la tele. Por supuesto, a mis amigos gais y solteros les fascinó, todo tan Chueca y tan étnico.

Comprendo el interés por las políticas sociales de la diferencia que esgrime Manuela Carmena –quien tuvo la excelente idea de sentar a jóvenes discapacit­ados donde antes se guardaban las sillas para los hijos de los vips–, pero discrepo de su desafío a la verosimili­tud de una de las fantasías más tácitament­e acordadas por los adultos: preservar la inocencia y la felicidad de los más pequeños el día de Reyes. Cierto es que la Epifanía de tres sabios astrónomos que atravesaro­n estepas y desiertos acabó convertida en una eufórica paquetería de juguetes. Pero, a pesar de comerciali­zarse tanto como el amor, continúa reuniendo un misterio y deseo que ninguna doctrina debería cuestionar. Menos mal que la capacidad de reacción de los pequeños busca audaces subterfugi­os para mantener su sueño intocable: este año en Madrid los Reyes vinieron disfrazado­s.

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