Ahora se han pasado
Comida en casa Arturo, en el barrio eminentemente popular de Sants, en Barcelona. Sobremesa diaria, clientes sabios, comentaristas habituales. Uno de ellos exclama: “Ahora ya se han pasado”. Todo ser humano tiene su famosa línea roja, un momento en que se rebela. Y me alegro de ver cómo todo ciudadano tiene su límite, su “mejor morir de pie que vivir de rodillas”.
Pudiera ser el último ataque del Estado Islámico, su lenguaje del terror, las decapitaciones, los ataques en el dulce hogar europeo. Negarse a aceptar otra guerra mundial, límite inasumible para quien vivió la guerra.
Pudiera ser la incomprensión mutua entre Catalunya y España, y cualquiera de las declaraciones, sonrisas, esperas generadas que sobrepasan lo que el ciudadano de a pie puede soportar. Hemos aguantado prebendas, secretarios vitalicios, gloriosas carreras en el Senado, o empresas públicas donde beneficiarse: pero negarse a dialogar es otro límite difícil de aceptar.
Pudiera ser el cambio climático, irreversible, al que no queremos mirar a los ojos. Ciudadanos que ven despreciable no reaccionar apelando a la necesidad de crecer. Simplemente, porque ya no estaremos aquí cuando llegue el horror que se acerca.
Aunque ninguna de estas actividades humanas nos ha llevado a rebelarnos: aceptamos resignadamente que no las modificaremos, porque en el fondo seguimos viviendo nuestra vida, sea con islamistas, sea juntos, sea con un poco más de calor hoy.
Los dramas humanos dramas son, y seguimos con nuestra vida cotidiana. Lo que no podemos permitir es que un empleado de la Organización Mundial de la Salud (OMS) nos informe –como sucedió hace unas semanas– de que las carnes procesadas deben reducirse de nuestra dieta, sólo porque todos los estudios analizados confirman un riesgo cancerígeno y “no hemos hallado un nivel de consumo por debajo del cual no haya riesgo”. Informarnos y dejar la decisión a nuestro mejor albedrío sobrepasa la línea roja.
No podemos aceptar que nos indiquen que nuestro consumo es nuestra perdición y que debemos modificar nuestro comportamiento. Genera lo que en marketing llamamos una disonancia cognitiva: evidentemente toda la culpa es del científico y de la OMS. O como decía Einstein, “de las dos cosas que sabemos son infinitas, el universo y la estupidez humana, no estoy seguro de la primera”.